La amistad ha sido, desde siempre, ese espacio sin garantías donde el afecto no se compra ni se hereda. En tiempos en que la soledad se volvió pandemia silenciosa, este lazo se ha multiplicado tanto como se ha desdibujado. ¿Quiénes son amigos hoy? ¿Aquellos que reaccionan a las historias o quienes acompañan en el silencio de la desconexión? Marina Garcés Mascareñas, filósofa y ensayista que ha hecho de la vida cotidiana un campo de pensamiento urgente, se detiene en ese vínculo que parece sencillo, pero que, bajo el peso de las redes, las ausencias y las ansiedades modernas, ya no lo es tanto. “La amistad es un lugar de libertad, pero también de vértigo”, relata en una conversación que se vuelve tan lúcida como personal. Desde su rol como directora del Máster de Filosofía para los Retos Contemporáneos en la Universitat Oberta de Catalunya explora qué queda de lo íntimo cuando los afectos pasan por pantallas, qué se gana en esa conexión permanente y cuál es el precio que pagamos por no saber desconectarnos.
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Porque, quizás, la pregunta hoy no sea solo con quién contamos, si no cuánto espacio dejamos para que lo fraterno vuelva a tener cuerpo. “En la amistad nos comprometemos afectivamente con otras personas sin crear con ellas ningún tipo de contrato, de ley o de institución. Podríamos tener una vida perfectamente socializada, a través de la familia, el trabajo, proyectos y aficiones, y no tener ningún amigo”.
-¿Por qué nace la amistad?
-Es la única relación social estable para la que no hemos inventado una institución propia. Por eso tiene un estatuto también extraño, en el sentido más literal: no encaja en ninguno de los vínculos de pertenencia que nos constituyen (familia, estado, contrato, etc.). Esto hace que cada sociedad de forma al lugar que ocupa la amistad respecto a otros vínculos de manera concreta y regulada a través de costumbres, prejuicios y códigos sociales que se modifican según la época, la cultura y el grupo social. Tenemos desde el ideal más alto de la amistad en la época clásica, pero era una idea ética reservada a los hombres ciudadanos y de clase alta, hasta las formas de la juventud precarizada de las sociedades occidentales que convierten la amistad en la nueva familia y red de apoyo. En este sentido, hemos pasado de la distancia absoluta entre la familia y la amistad a su confusión o casi sustitución.
-La soledad es un gran tema, sobre todo en las grandes urbes. ¿Cómo lo ves?
-Para mí es una dimensión de la conciencia humana, porque desde el momento en que nos percatamos de nosotros mismos, tenemos también el sentimiento de soledad, es decir, de que ser uno no basta. Otra cosa muy distinta es el aislamiento social como realidad y como amenaza. El miedo que provoca es una poderosa herramienta de control social. Por eso creo que la amistad es una forma de combatir ese miedo, no porque nos salve de la soledad, sino porque nos permite compartirla sin miedo a quedar aislados. En este sentido, amistad no solo es afecto entre personas individuales, sino que también se puede declinar en plural como camaradería o sororidad.
-¿Qué análisis hacés en este tiempo atravesado por la digitalidad?
-Es un fenómeno que incluye muchas cosas. Por un lado, las redes sociales han capturado ese deseo de amistad que tenemos los humanos, es decir, de encuentro y de reconocimiento entre personas que nos son extrañas, y la han convertido en un capital social para los usuarios y uno económico para las corporaciones que gestionan estos datos. Pero, por otro lado, la digitalidad puede ser un modo para reinventar nuestras distancias y nuestras proximidades, como lo han sido la comunicación por correo, el teléfono, las narraciones y otras formas de estar juntos más allá de la presencialidad estricta en el espacio y el tiempo. En este sentido, no me gusta caer en la trampa de considerarlas más o menos falsas por el hecho de ser digitales, sino mantener una mirada crítica acerca de sus efectos.
-Hoy son “amigos” los contactos de una red social o los compañeros de trabajo. ¿Nos hemos vuelto menos exigentes para los vínculos?
La palabra “amigo” es curiosa porque sirve para nombrar tantas cosas distintas que puede no significar nada. A diferencia de otras relaciones afectivas, donde un nombre para cada momento de la relación (novio, amante, esposo, etc), no ocurre así en el campo de la amistad. Al principio me sorprendía esta pobreza lingüística. Ahora tiendo a pensar que quizá es una generosidad del lenguaje, que nos ofrece la posibilidad de adjetivar y describir libremente nuestras relaciones fraternales.
-¿Qué miedos atraviesan la relación de amigos?
-Está acechada por dos miedos fundamentales: al rechazo y a la pérdida. En la amistad, el rechazo es a uno mismo. Así como aceptamos que alguien de quien nos enamoramos no pueda ser nuestra pareja por la razón que sea (está con otra persona, tiene otros proyectos vitales, etc), en el caso de amistad, ¿qué hace que alguien no quiera ser amigo nuestro? Esta pregunta es especialmente dolorosa, por ejemplo, en la adolescencia, cuando estamos definiendo en nuestra identidad. Junto a este miedo, el otro es el de la pérdida, porque de las rupturas con los amigos se habla muy poco. No tenemos buenos referentes para narrar y nombrar el duelo de la amistad.
-¿Hay edad para generar estos vínculos?
–La tendencia a la amistad está presente en todas las etapas y edades de la vida, y eso hace que haya muchos tipos de amistad según el momento vital. Los amigos son una comunidad de los recuerdos. En ellos se guardan los distintos seres que hemos sido desde múltiples perspectivas.
-Tendemos a agruparnos entre iguales, ¿esto ocurre también entre los amigos?
-Sí y no. En la amistad se busca a los iguales pero también a los raros. Depende por supuesto de la persona y del momento, pienso que depende también de la época y de sus condicionantes. Sociedades muy cerradas y estratificadas no permiten la relación fuera del grupo social, porque las relaciones de amistad funcionan como su confirmación y su pegamento. Por otro lado, sociedades dominadas por el miedo al otro y a lo incierto, como son las nuestras, aunque sean muy líquidas tampoco permiten fácilmente acoger al otro como un extraño y tendemos encerrarnos en burbujas de individuos idénticos.
-El espacio virtual lo muestra todo. ¿La amistad también ha perdido intimidad?
–La intimidad, hoy, se expone y se vende como el mejor producto de nosotros mismos. Todos nosotros podemos ser parte de este producto de consumo voraz. Esto hace que la intimidad cambie de sentido, de ritmo y de lugar. Hay una generación de amigos que, por razones materiales y de acceso a la vivienda, está incorporando la convivencia y la domesticidad a las relaciones de amistad, cosa que en otros momentos estaba reservado a la familia. Más que darla por perdida, tenemos que reinventar la intimidad.
-¿Creés que la velocidad con la que se consumen las relaciones digitales afecta la capacidad de construir vínculos duraderos?
-Sí, la velocidad es uno de los factores centrales que tensionan la amistad hoy. En un mundo donde todo se mide por la inmediatez, la paciencia queda relegada. La amistad, en cambio, es un proceso lento, que necesita tiempo para crecer, para atravesar desacuerdos y silencios. Cuando la comunicación se vuelve efímera, fragmentada en mensajes breves y respuestas rápidas, se pierde la profundidad del diálogo y la posibilidad de un entendimiento verdadero. Esa rapidez puede generar vínculos superficiales, que no resisten el paso del tiempo ni los conflictos. Para que una amistad sea duradera, debe poder resistir la espera y la incomodidad, cosas que el mundo digital no siempre promueve.
-¿Cómo impacta este nuevo modo de vincularnos en la intimidad? ¿Hay algo que se gana o todo es pérdida?
-No diría que todo es pérdida. En este escenario digital, emergen formas de contacto que antes eran impensables: personas separadas por miles de kilómetros, o que viven situaciones de aislamiento social, hoy pueden sostener lazos gracias a la tecnología. En ese sentido, hay algo que se gana: un acceso ampliado a la conexión. Pero lo que está en juego, y a menudo se debilita, es la densidad del encuentro. La intimidad no se reduce al intercambio constante de mensajes, sino que necesita una presencia encarnada: compartir un espacio, tolerar silencios, pasar tiempo sin expectativas. Las redes promueven una cercanía que es, en muchos casos, aparente. Y eso da lugar a vínculos livianos, fácilmente descartables. Lo que más me inquieta no es solo que las amistades se diluyan, sino que estemos resignificando el concepto mismo de amistad: ya no como una construcción paciente y artesanal, sino como una disponibilidad inmediata al afecto. Y esa inmediatez, aunque seductora, erosiona la profundidad y deja al vínculo expuesto a la fragilidad.
-¿Cómo te llevás con esto de hacer amigos?
-Yo he ido aprendiendo con los años… ¡Pero me queda mucho por aprender!