¿Estamos viviendo el prólogo de una tercera guerra mundial? Eso es lo que algunos analistas temen abiertamente desde que las tropas rusas invadieran Ucrania y diera comienzo una guerra sobre cuyas características y efectos no dan mucha información ninguna de las partes contendientes.
Sin embargo algunas fuentes calculan que ha causado ya cientos de miles de victimas mortales. Recién llegado a la Casa Blanca, Donald Trump se mostró inicialmente dispuesto a patrocinar unas conversaciones de paz que incluyeran la cesión de cerca de un 20% del territorio ucraniano al gobierno de Moscú. Un propósito más que discutible que, en cualquier caso, no ha dado frutos por el momento.
Con motivo del estallido de la contienda, han proliferado también las menciones respecto a la crisis de los misiles de Cuba en 1962, siendo J.F. Kennedy habitante de la Casa Blanca y Nikita Kruschev inquilino del Kremlin. El conflicto estuvo a punto de desatar una conflagración nuclear, pero en gran parte se desconoce el motivo concreto que originó semejante riesgo.
Este fue que durante algunos instantes los encargados de los radares del ejército americano interpretaron por error que los restos de un satélite soviético, que había hecho explosión en su órbita, eran en realidad una salva de cohetes con carga nuclear lanzados contra territorio de los Estados Unidos. Así lo explicó años más tarde el británico sir Bernard Lovell, uno de los astrónomos más famosos de la Historia, director durante años del observatorio de Jodrell Bank y constructor del que fuera en su época el radiotelescopio más grande del mundo. La anécdota, por llamar así a tamaño incidente, pone de relieve que siendo las guerras y el uso de la violencia una constante en la historia de la Humanidad, fruto de la voluntad de los hombres, en no pocas ocasiones derrotas y victorias resultan consecuencia de trágicos errores.
La guerra ha sido el método más común usado para dirimir las diferencias entre los diferentes pueblos y naciones y de hecho hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial consistía en un sistema legalmente aceptado. Oona Hathaway y Scott Saphiro, dos reputados profesores en Leyes de la Universidad de Yale, acaban de publicar en la revista Foreign Affairs un interesante artículo en el que explican que, hasta bien entrado el siglo XX, la guerra no solo era permitida sino en muchos casos promovida y considerada legal “para la defensa de los derechos nacionales y resolver las disputas entre lo estados”.
Hubo intentos de la Liga de la Naciones por establecer un sistema de resolución de conflictos pero solo en 1945 , tras el desastre de la Guerra Mundial, la Carta de las Naciones Unidas prohibió el uso de la fuerza “contra la identidad territorial o la independencia política de otro estado”. A pesar de los innumerables conflictos bélicos que el mundo ha padecido desde entonces, los citados autores consideran que la invasión de Ucrania ha significado la ruptura de un orden internacional en el que la resolución de los conflictos armados primaba sobre la necesidad de victoria de alguna de las partes. Pero la realidad es que la descolonización de África y extensas zona de Asia, la nueva geografía política de Oriente Medio tras el establecimiento del estado de Israel y la evolución en Europa central después de la caída de la Unión Soviética no han cesado de generar conflictos armados de consecuencias sumamente letales para la población de esos territorios.
La ONU, por su parte, raras veces se ha mostrado capaz de aportar soluciones pacíficas. El crecimiento desmesurado del armamento atómico y la amenaza de la destrucción mutua asegurada sirvieron paradójicamente para garantizar una cierta estabilidad en los países desarrollados durante la etapa de la Guerra Fría. Pero el conflicto ucraniano y la incapacidad de las grandes potencias para aportar una solución negociada está marcando un punto de difícil retorno.
En este escenario la decisión de Trump de obligar a los países aliados de la OTAN a hacerse cargo de los gastos de su propia defensa viene causando un giro fundamental en la política de la Unión Europea de consecuencias todavía imprevisibles. La presidenta de su Comisión, Úrsula Von der Leyen ha anunciado que multiplicará por cinco el presupuesto dedicado a la defensa y seguridad en los próximos 6 años, alcanzando la cifra de los 183.000 millones de euros. Por su parte, los países más fuertes de la Unión, singularmente Francia y Alemania, y el Reino Unido que ya no pertenece a ella, han decidido sacrificar inversiones en servicios y protección social para reforzar las destinadas a defensa. París y Londres, las únicas potencias con armamento nuclear de los países europeos, anuncian también que por primera vez coordinarán esfuerzos y decisiones en su política armamentística.
Y en su reciente reunión de la Alianza Atlántica en La Haya, los jefes de estado y de gobierno de los países miembros firmaron el objetivo de invertir en la milicia hasta el 5 % de su PIB. En gran medida, esos fondos irán a la adquisición de armamento fabricado en los Estados Unidos. De este modo, la decisión del presidente americano de enviar al ejército ucraniano misiles Patriot , imprescindibles para su defensa frente a los bombardeos rusos, vino acompañada de la advertencia de que la operación sería sufragada por lo socios europeos de la organización.
El mundo desarrollado se enfrenta así a un periodo de rearme mientras continúan las operaciones bélicas en el corazón de Europa. Las políticas de protección social, el famoso estado del bienestar europeo, se van a ver perjudicadas salvo de momento en España, donde la demagogia del gobierno de Sánchez continúa aplicando medidas de inspiración y corte peronista que han llevado la deuda externa del país a cotas inimaginables.
Pero un rearme de semejantes características, por necesario que sea desde el punto de vista de la defensa, es también en sí una amenaza para el sostenimiento de la paz mundial. Si vis pacem para bellum, si quieres la paz prepara la guerra, dice el viejo dicho romano atribuido errónea e innecesariamente a Julio César. Sin discutir lo acertado del consejo, la paz solo será durable y consistente si el mundo es capaz de consensuar una serie de normas y leyes, establecidas y aseguradas por las Naciones Unidas. Frente a ese deseo, cada día se fortalece la idea y se insinúa la percepción de que nos acercaremos más pronto que tarde a un nuevo reparto del equilibrio geopolítico basado en las zonas de influencia de los países más poderosos y protagonizado por un acuerdo entre Estados Unidos, China y Rusia.
El pasado marzo asistí en Kiev, la capital de Ucrania, a una interesante reunión de la fundación YES, organización financiada por un millonario inversor local cuyo anagrama lo componen las iniciales de Yalta European System, título que ensalza la ciudad donde se acordó repartición de Europa tras la Segunda Guerra Mundial por Roosevelt, Stalin y Churchill. El lema de la convención era Time to win, el momento de vencer. La guerra en cuestión no es ya una confrontación bilateral entre dos países sino un desafío ante el que se siente concernida toda Europa y lo países de la NATO. En sus previsiones presupuestarias además de quintuplicar los fondos destinados a defensa, la UE destinará también 100.000 millones de euros en ayudas al país invadido. Putin no puede ganar esta guerra, pero nunca se resignará a perderla.
Si lo hiciera no es descartable que enseñara su cara más agresiva lanzando una ojiva nuclear táctica sobre el Mar Negro. Semejante advertencia la he escuchado ya, en diversas reuniones de carácter estratégico y en públicas conferencias, de labios de generales y almirantes retirados de las fuerzas armadas. Por eso si verdaderamente los gobiernos europeos quieren la paz no bastará con que refuercen sus capacidades defensivas. Tendrán que preparar la paz, y no solo la guerra, mediante el diálogo, la conciliación y el acuerdo. No lo están haciendo.w
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