“…Crecí con la certidumbre mágica de que Genoveva de Brabante y su hijo Desdichado se refugiaron en una cueva de Bello Monte, que Cenicienta había perdido la zapatilla de cristal en una fiesta de gala de El Paraíso, que la Bella Durmiente esperaba a su príncipe despertador a la sombra de Los Caobos y que Caperucita Roja había sido devorada por un lobo llamado Juan Vicente el Feroz. Caracas fue desde entonces para mí la ciudad fugitiva de la imaginación, con castillos de gigantes, con genios escondidos en las botellas, con árboles que cantaban y fuentes que convertían en sapos el corazón, y muchachas de prodigio que vivían en el mundo al revés dentro de los espejos”.
Para Gabriel García Márquez había una única responsable del amor que desde la infancia profesó por esa ciudad que concibió de cuento: Juana de Freytes fue la venezolana “que pobló de fantasmas los años más dichosos de mi niñez”, según el homenaje que le rindió en una columna periodística. Como si fuera uno de los personajes que poblarían décadas después los textos de Gabo, la mujer de pelo blanquísimo, vecina de la familia en Aracataca. -el pueblo que en la ficción se convertiría en Macondo- se sentaba todas las tardes en una mecedora y subyugaba a los chicos del barrio con el relato de los cuentos clásicos de la literatura universal. Pero con una característica muy particular: quizá llevada por la añoranza, todos los relatos transcurrían en Caracas.
De esa ciudad habían huido Juana y su marido en 1926, escapando del general Juan Vicente Gómez. El lazo con el Nobel iba aún más allá: un artículo de la BBC recuerda que fue Freytes quien lo trajo al mundo. Primero ayudó a parirlo como niño; después, quizá, como escritor.