El hombre estaba sentado en el colectivo del lado del pasillo, en un vehículo atiborrado, a la hora de la vuelta a casa. Yo, pegada a él, parada, cargada con mi cartera y dos bolsos más grandes que yo.
Él , cincuentón- calculo- estaba prolijamente vestido, pero con el uniforme actual: remera con inscripciones, jeans y zapatillas.
Me vio perfectamente, pero miraba al frente o de costado, haciéndose el distraído. Yo viajaba desde el barrio de Belgrano al Obelisco. Bamboleándome y aferrada con mis dos manos a la manija del asiento, para protegerme de las bruscas maniobras del chofer, estaba resignada a seguir así . Poco antes de llegar al centro, el hombre se levantó. Cuando me senté en su lugar, le hablé:
-Señor, por favor. Una pregunta: ¿ Ud. ,fue al colegio?
-Sí -me contestó sorprendido.
– ¿Estudió una materia llamada Instrucción cívica?
Desconcertado, me respondió: “No”.
– Ah, bueno. Con razón… – le contesté.
Estoy segura de que, todavía hoy , el hombre debe acordarse de esa loca preguntándole algo raro, en un colectivo.
Así estamos. Difícilmente alguien ofrece el asiento en un colectivo. (Hay excepciones, claro). Por lo general, se ve gente dormida , otra que se hace la dormida y, la mayoría, enfocada en el celular; ausente de lo que sucede a su alrededor.
¡Cuántas veces es el propio colectivero el que pide un asiento para una mujer embarazada o una mamá con un bebé en los brazos!
¿Estamos deshumanizados? Sí, cada vez más. El futuro pertenece a la Inteligencia artificial y a los robots.
Basta con ver lo mal habladas que son tantas personas – desde gran parte de los políticos en sus discursos, hasta ciertos conductores de programas en los medios audiovisuales o, simplemente, gente en la calle-. No estoy contra las así llamadas “malas palabras”. Dichas en el momento oportuno, son el mejor desahogo. Pero, actualmente, no hay uso, hay abuso.
Además de esa sobreabundancia de malas palabras, en las redes, médiáticos e influencers suelen contar todo: las cosas más obscenas, lo más privado de su vida privada , detalles de sus prácticas sexuales, descripciones soeces. Asistimos a un exhibicionismo increíble de su intimidad.
Es que no hay ni intimidad ni privacidad. Parecería que ahora todo es público. ¿Dónde quedaron el misterio, las ilusiones, la imaginación, la fantasía, los secretos?
Por otra parte, las palabras ya no tendrían peso. Para ganar tiempo, los nombres propios se acortan y lo que abundan son siglas y apócopes. En cuanto a los eufemismos, que pretenden evitar la estigmatización y “dignificar” lo que se supone indigno, en verdad sólo lo acentúan.
Así tenemos “trabajadores sexuales”, personas en “situación de calle”, recicladores, consumidores de sustancias, asentamientos, prendas vintage o “retro”, residencias para la Tercera Edad, interrupciones voluntarias del embarazo, conflictos armados.
Por llamarlos así, con otros términos, no pueden impedir la existencia de denominaciones que ya están internalizadas: prostitutas, mendigos, villas-miseria, ropa usada, geriátricos, drogadictos, abortos, guerras.
Dentro de la actual decadencia , donde hay tanta confusión y vulgarización, nos topamos a veces, en “cadena nacional”, con noticias que antes se llamaban “chimentos”: una botinera en amores con un pibe( estrella de la cumbia villera) o bien la enésima separación de una mujer mediática, distanciada de un enésimo señor. Y esto se pasa hasta en los informativos, cuando el planeta está en llamas, entre guerras complejísimas que no sabemos en qué van a derivar.
Y ni hablar de nuestro país, donde las consecuencias de la catástrofe socio-económica que nos legaron, están a la vista desde lo “macro” hasta lo “micro”. Degradación que se observa , por ejemplo, hasta en calidad inferior de productos y servicios. En muchos bares , el café es de pésima calidad, las servilletas y el papel higiénico en los baños son del papel más barato y más berreta . En vez de nueces, se usan maníes, al queso rallado industrial le llegaron a agregar pan rallado o algún otro ingrediente extraño.
Ya en 1964, en su primer ensayo que hiciera furor –“Buenos Aires, vida cotidiana y alienación”, el gran Juan José Sebreli, recientemente fallecido, decía:
“La alienación de la cotidianidad que implica vivir inmerso en la banalidad, la tontería, la fealdad, el aburrimiento y la frustración es sufrida por todas las clases sociales, aunque, por cierto, en forma distinta”. Y daba como paliativo, no grandes ideales míticos, sino “la búsqueda de momentos de alegría”.
Pasaron exactamente 60 años. Y la descripción de Sebreli resulta actual. Estamos un poco mejor en ciertos aspectos y bastante peor en otros. Pero, igual que en aquellos tiempos, y a pesar de todo, Buenos Aires, sigue teniendo en su vida cotidiana facetas maravillosas. Y los momentos de alegría que brinda no son escasos.
Muchas cosas se extraviaron pero, por suerte, no todas. Con un poco de prosperidad, con revertir una mentalidad (tristemente nutrida por una corrupción y una falta de ética de décadas) y con sacarle el jugo al ingenio nacional que es prodigioso ¡ cómo cambiaría todo!
Sobre la firma
Alina DiaconúBio completa
Newsletter Clarín
Recibí en tu email todas las noticias, coberturas, historias y análisis de la mano de nuestros periodistas especializados
QUIERO RECIBIRLO
Tags relacionados
- Ciudad de Buenos Aires