Juan nunca más volvió a Cromañón en 20 años. Esa noche trabajaba como seguridad en el ingreso al boliche, cuando le tocaron el hombro de atrás. Eran su mujer y su hija. «La nena no paraba de llorar desde que te fuiste», le dijo ella. Él entonces improvisó y les consiguió un pase al VIP. Pensó que era el lugar más seguro para su bebé. Jamás imaginó que iba a ser la última vez que las iba a ver con vida.
Después, el horror.
La bengala, el fuego, el humo y esas dos vidas, entre tantas, que se fueron para siempre.
Luisiana Aylén tenía apenas 9 meses. La hijita de Juan se convirtió en la víctima más joven de las 194 de Cromañón. Ahora, él está agachado frente al santuario que se levantó hace dos décadas. Nunca lo había visto.
Su corazón late fuerte. Busca preocupado la foto de su princesa. De repente la ve. Se agacha nervioso, los latidos se aceleran. Y ahí está, en cuclillas, casi arrodillado, y llora. Se besa su mano y acaricia la imagen.
─ Acá estás, mi amor.
Juan sobrevivió, pero no eso no es tan cierto. ¿Cómo es andar por el mundo con el corazón acuchillado?
***
Suena el teléfono de la Secretaría de la Presidencia de la Nación que ahora comanda Karina Milei. Faltan 15 días para que se cumpla el vigésimo aniversario de la masacre.
-Hola, buenos días, busco a Juan Ledezma.
-No, Juancito ya no trabaja más acá. ¿De parte de quién?
-Soy periodista y lo buscaba porque Juan es sobreviviente de Cromañón y tenía entendido que seguía trabajando ahí.
-Sí, claro, todos acá conocemos la historia de Juancito. Pero la nueva administración, ¿vio? Son decisiones. Ya le paso el teléfono.
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En la Navidad de 2005 la historia de Juan salió publicada en Clarín. El periodista Pablo Calvo contó con extrema sensibilidad cómo, mientras realizaba un curso de alfabetizador, se cruzó con un joven de 19 años que no sabía leer ni escribir y que había sobrevivido a la peor tragedia no natural de Argentina. En la que murieron su mujer y su hija bebé.
Su sueño era poder escribirles una carta de despedida, como un último acto de amor eterno. Pudo cumplirlo.
Publicó Pablo en aquella nota: «En 18 años de periodismo, la mitad de mi vida, aprendí que el destino suele preparar emboscadas. Uno puede ir hacia un lugar seguro, pero de pronto, algo que nos empuja a cambiar de dirección. Hace más de un año preparaba una nota sobre la Campaña Nacional de Alfabetización, que iba a convocar a voluntarios independientes de la política. Para poder contar la experiencia, en noviembre de 2004, hice el curso de capacitación en el Palacio Sarmiento. En Florencio Varela, una beba dormía en el pecho de su padre, debajo de un ventilador. Tenían un amor de caricias y miradas, ausente de palabras. Ella no tendría tiempo de aprender ninguna, ni siquiera ‘papá'».
Otros tiempos. Juan en 2005, mientras aprendía a leer y escribir. Foto Archivo
La historia conmovió hasta a Gabriel García Márquez, que le entregó a Pablo un premio en la sede colombiana de la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano.
***
Juan aparece entre la gente en una cálida tarde de diciembre. Ya sin pelo, primera diferencia en estas dos décadas. Tiene 39 años. En el bar pide dos porciones de pizza, que tardará casi tres horas en comer, acompañadas de una gaseosa de naranja.
“Hacía mucho no venía por acá. Bueno, ahora que lo pienso nunca más volví a pasar por la zona”, dice mientras pierde la vista por la ventana.
Desde julio que se quedó sin trabajo, cuando desde el correo interno de la Casa Rosada le avisaron que había llegado un aviso para él. Era un telegrama de despido.
Le había tocado la motosierra.
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Una semana había pasado desde la masacre cuando Juan se enteró que el ex presidente Néstor Kirchner organizaba una reunión con familiares de víctimas.
En el Salón Blanco de la Rosada el entonces mandatario dirigió unas palabras y luego se le acercó directamente a él, que tenía sobre su cuello una foto de los tres. Era una foto feliz, poco antes de que la vida le quitara el Sol.
Juan, cuando terminó el curso de alfabetización: el diploma se lo entregó Néstor Kirchner. Foto Archivo
─Denle un trabajo al pibe ─fue la orden que rápidamente surtió efecto.
Al mes Juan ya estaba contratado como empleado de la Secretaría General de la Presidencia.
Su primera tarea fue la de pintar la reja del helipuerto. Con el correr de los meses y mientras su maestro le enseñaba a leer, los progresos empezaban a notarse. Ya mandaba mensajes de texto por el celular, escribía el abecedario en la computadora y le prestaba atención a la correspondencia que tenía que trasladar.
***
“Cuando me enteré del despido me quería morir”, cuenta. “Intenté hablar con Recursos Humanos del Gobierno, intenté contarles quién era, lo que hacía ahí adentro, mis tareas, pero no me escucharon y nunca me recibieron”, dice.
Desde entonces, sobrevivió haciendo changas: descargó cajas en un depósito de juguetes, ayudó a un gasista matriculado en edificios de lujo en Belgrano, le prestaron un auto para hacer viajes en una remisería, pero nunca encontró estabilidad.
Lo que más le dolió no fue perder un ingreso fijo, sino la rutina que, durante 20 años, lo había mantenido ocupado.
Para Juan, el trabajo no es solo una cuestión de sustento; es una distracción del abismo emocional que nunca dejó de acecharlo.
Durante estas dos décadas se la pasó caminando los pasillos del edificio de Balcarce 50, lugar que recorrió como pocos. Conocía cada rincón, había asistido a funcionarios de cuatro administraciones diferentes y hecho tareas de cadetería de todo tipo.
En el medio forjó un oficio que aprendió de chico, cuando todavía se subía al carro para juntar cartones por la provincia de Buenos Aires: la reparación de motores de motos. Ahora, obligado a salir a buscar trabajo, sueña con tener su propio taller mecánico.
***
En 2004, Juan trabajaba para Omar Chabán. Lo había hecho en varias ocasiones cuando el productor musical regenteaba el boliche Cemento. Un día, entre los empleados, se comenzó a hablar que el empresario había adquirido otro lugar, cerca de Once, y que al parecer algunos iban a ser trasladados.
Juan fue uno de esos seleccionados. Su función se dividía en dos. Primero, en la puerta: debía hacer el cacheo en el ingreso del público. Impedía, entre otras cosas, que se ingresara con pirotecnia. Luego, una vez que comenzaba el show, su rol estaba dentro y controlaba que los fanáticos no se subieran al escenario.
Los días 28 y 29 de diciembre, fechas en las que también tocó Callejeros, Juan incautó pirotecnia con la que llenó dos bolsas arpilleras: “Algunas estaban escondidas dentro de los palos desde donde flameaban las banderas”, dice ahora, como ya lo había contado frente a los jueces durante el juicio por la tragedia.
Juan hoy. Trabajaba para Omar Chabán como empleado de seguridad en Cromañón e incautó dos bolsas de pirotecnia. Foto Mariana Nedelcu
Pero el 30, cuenta, fue distinto. “Ese día con mi compañero casi no encontramos nada o muy poquito. Pero fue otra persona la que me alertó que las bengalas y las candelas estaban entrando por otra puerta, por donde entraba Callejeros, sin custodia de nadie”, recuerda. “Yo fui hasta ahí y pregunté. Me dijeron que no me meta y que siga con mi trabajo”.
Aylén, Griselda y Juan solían dormir la siesta juntos y abrazados, debajo de un ventilador. Los tres estuvieron así un rato aquel 30 de diciembre, pero Juan tenía que trabajar.
La beba lo agarraba de las manos y le pedía upa cuando comenzó a vestirse para ir hasta el boliche.
Ya en Once, en plena tarea estaba Juan cuando de repente le tocaron el hombro de atrás. Giró. Eran su mujer y su hija
-¿Qué hacés acá?
–La nena no paraba de llorar desde que te fuiste, entonces se me ocurrió que te podíamos acompañar y después de acá ir a comer algo todos para despedir el año nosotros tres.
Familia feliz. Juan junto a su hija Aylen y su novia Griselda en 2004. Foto Archivo
Ya sin vuelta atrás, Juan le pidió a Chabán si podía hacer pasar a su familia al boliche. El productor le dijo que sí y les habilitó el VIP, en el segundo piso.
Quedaron en verse después. Sólo que, a veces, el amor se interrumpe cuando uno menos se lo espera.
***
El santuario de Cromañón comenzó a tomar forma, de manera improvisada, durante las primeras 48 horas posteriores al incendio. Mientras los familiares reclamaban por los cuerpos de sus seres queridos en la puerta de la Morgue Judicial de la Nación, empezaron a dejar todo tipo de objetos dedicados a ellos sobre el vallado policial colocado frente al local incendiado.
Lo que comenzó con unas zapatillas de lona, siguió con carteles, velas, remeras, y ahora sobre la esquina de las calles Mitre y Ecuador se encuentra un mausoleo con las fotos de las 194 víctimas.
Juan frente a la foto su hija, en el santuario de Cromañón. Foto Mariana Nedelcu
Juan llega hasta ahí en búsqueda de la foto de su hija. No hay sonidos, el bullicio en ese rincón de la ciudad se apaga y el ruido de la cámara de la fotógrafa de Clarín ya no dispara imágenes. No puede porque sus ojos también están empañados.
Se reincorpora y ahora busca la imagen de quien fuera su novia. Griselda posa algo enojada, con el pelo húmedo: «Esta foto se la saqué yo, ella recién salía de bañarse. Yo me había comprado una camarita y la quería probar… Me parecía la persona más linda del mundo. Ella no quería, decía que estaba fea. Pero la convencí. Es la única foto que me quedó”, cuenta.
Lo que seguirá después es una caminata hasta la puerta de lo que era el boliche. Y un relato de esa noche: «Por acá era la entrada»; «Acá estaba la salida de emergencia cerrada con doble candado»; «Esto era un mundo de gente que corría para cualquier lado».
***
El show duró apenas un minuto y medio, cuando desde el público se encendió una candela que se estrelló contra el techo. Era el comienzo del desastre.
Juan cubrió su cabeza con la remera para intentar no respirar el humo negro. Quiso subir al primer piso donde estaba su familia, pero la marea de gente lo arrastró hacia la salida.
«Aylen», el nombre de su primera hija tatuado sobre el brazo de Juan. Foto Mariana Nedelcu
Entró una, dos, tres y hasta cuatro veces. En esa última, a ciegas, encontró el cuerpito inmóvil de su hija. La alzó y la llevó hasta el hospital, donde le dijeron que había llegado sin vida.
Cinco eternos e interminables días después llegó el llamado de la morgue en el que le avisaban que Griselda estaba ahí.
***
Juan nunca más volvió a escribir una carta. Sus emociones pasaban sólo por su cabeza, sin plasmarlas en papel.
A él le gustaría contarles que, como pudo, salió adelante. Se casó y se divorció. Tuvo cinco hijos: Benjamín, Juan Manuel, Natasha, Martina e Ian. Quienes todos los días lo mantienen en pie.
Que también, y como esas vueltas del destino, empezó una nueva relación, un nuevo amor que florece entre dos almas que comparten una misma herida.
Su nueva pareja es también sobreviviente de Cromañón. Juntos, encuentran un lenguaje que solo ellos pueden entender. A Juan le cuesta contar su historia y su dolor. Pero dice que con ella puede.
Envalentonado pide un lápiz y papel. Continuar aquello que hizo en 2005 bajo la tutela de Pablo, el periodista de Clarín que murió en 2021 de Covid.
Porque no hay narrador que pueda describir mejor que Juan cómo se reconstruye una vida desde las cenizas:
Aylén, mi princesa, y Griselda, mi amor:
Pasaron 20 años desde aquella noche que me cambió la vida para siempre. Volver a Cromañón después de todo este tiempo fue como abrir una herida que nunca terminó de cerrarse. Estar frente a sus fotos, acariciar sus rostros, fue como volver a sentirlas cerca y, al mismo tiempo, confirmar cuánto las extraño cada día.
Todavía hay mañanas en las que me despierto creyendo que las voy a encontrar conmigo. Esa sensación de vacío nunca se va, pero aprendo a convivir con ella, porque sé que ustedes siempre están conmigo, en cada paso que doy.
Hoy quiero contarles que, aunque me costó mucho, pude salir adelante. Tuve cinco hijos más, Benjamín, Juan Manuel, Natasha, Martina e Ian. Son la luz que me guía.
También quiero decirles que no estoy solo. La vida me cruzó con alguien que, como yo, sobrevivió a ese infierno. Ella entiende mi dolor porque lleva el mismo. Juntos empezamos a encontrar un lugar de paz.
Esta carta no habría sido posible sin alguien que también extraño mucho: Pablo. Él me enseñó a escribir para poder despedirme de ustedes hace 20 años, y hoy, aunque ya no esté, siento que me acompaña. Gracias a él, puedo volver a poner en palabras todo lo que siento.
Las amo con todo mi corazón, por siempre. Están en cada latido, en cada pensamiento, en cada paso que doy.
PAPÁ JUAN
AS
Sobre la firma
Mariano Gavira
Redactor de la sección Último Momento [email protected]
Bio completa
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