Acá en Buenos Aires hubo una vez dos escritores, polaco uno, otro cubano, que alcanzaron estaturas de hombres providenciales: Witold Gombrowicz se llamaba uno, el otro Virgilio Piñera, ambos autores primordiales que desarrollaron su carrera literaria en la Buenos Aires de la época de Borges, Bioy, Macedonio, las hermanas Ocampo. Nunca llegaron a ser argentinos pero sí porteños, que es una manera algo peregrina de ser de acá.
Me vienen a la mente ahora que mi novela La máquina de ser feliz se traduce al francés, lengua en la que los dos se comunicaban mientras en un bar de la calle Corrientes traducían al castellano Fedydurke, la novela del polaco, y Argentina vibraba, pujante, vasta y un poco inocente. Fue generosa al acogerlos, en estas tierras no se sintieron nunca extranjeros y cuando regresaron el polaco a Europa, y el cubano a Cuba, para nunca volver a verse físicamente, las cartas que se enviaban estaban repletas de nostalgia y de expresiones porteñas, casi hablaban en lunfardo esos dos.
Sus libros se pueden encontrar todavía acá en una que otra librería. Ambos conocieron a Borges que entonces no era el fantasmal autor que aparece en los libros escolares, sino un hombre bastante joven que junto a la Ocampo dirigía una revista llamada Sur. Ambos eran dos aristócratas del espíritu, pobres como ratas, pero enamorados de lo mejor del arte y la literatura. Eran dos conocedores, esa palabra que ha caído en desuso y que significa tantas cosas.
Publicaron textos fabulosos en revistas, tuvieron hermosos, tristes o apáticos momentos en la vida literaria de su tiempo y luego se fueron, pensando que se podía regresar a donde no los esperaban. Eran dos grandes intelectuales y la tarea del intelectual es dudar, en un mundo de certezas aparente como este ¿cómo les hubiera ido a ellos? No lo sabemos. En el tiempo en que les tocó vivir profesores y escritores eran convocados en los medios para opinar, hablaban con enjundia de casi cualquier cosa, eran opinadores seriales. Ya no es así, ahora existen los llamados panelistas que copan todos los medios.
Me pregunto si Borges, de vivir en este tiempo, tendría un canal de YouTube. De ser así me suscribiría, pero no lo creo. A Piñera y a Gombrowicz me es más fácil imaginarlos en un podcast con Silvina Ocampo de invitada, o con la querida Beatriz Sarlo que ya partió a encontrarse con Saer en el cielo de los grandes autores.
Todo cambia, pero la ciudad permanece. Buenos Aires es acogedora y mágica, y al escritor llegado de otras tierras se le acentúan los deseos de crear, de emular con los que ya no están. Esta es una ciudad literaria, como Nueva York, París, Berlín y un poco La Habana, empiezas un relato y sitúas al personaje en calle Corrientes y al lector asiduo le es familiar esa calle, apenas tienes que describirla. Las ciudades se reinventan pero su espíritu permanece y al caminar por las calles porteñas pisamos las huellas de ese polaco y ese cubano tan porteños.
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