«Los americanos creen que todo el mundo es un potencial americano”. Le escuché esta frase a Henry Kissinger hace más de diez años, en uno de los muchos encuentros que tuve con él tanto en la reuniones del club Bildeberg como en el Paley Center for Media de Nueva York.
Kissinger tenía la peculiaridad de ser un intelectual y un pensador al tiempo que un hombre de poder, cosas que ordinariamente no andan juntas en nuestros días. Su intervención en el Chile de Allende, que dio paso al golpe de Pinochet, le valió la enemistad de los movimientos democráticos en América Latina y Europa.
Pero contra la imagen que la progresía al uso le adjudica fue también un hombre de paz. No solo puso fin a la guerra de Vietnam sino que sobre todo, y muy fundamentalmente, estableció relaciones entre el mundo occidental y la China comunista de Mao Tse Tung. Por lo demás en uno de sus últimos libros, Orden Mundial, aseguró que “la historia de la mayoría de las civilizaciones es una sucesión de ascensos y caídas de los imperios”. Estoy seguro de que la civilización digital no ha de escapar a esa norma.
Vivimos tiempos de turbulencia en los que la polarización social, el descrédito de la acción política y los cambios estructurales que nuestro mundo está experimentando provocan toda clase de reacciones que van del estupor al miedo. Muchos creen que se avecina un nuevo orden mundial y la duda es si se instalará sobre las ruinas de una guerra generalizada o habrá lugar para el entendimiento.
En realidad un orden mundial, una organización global respetada y defendida por una mayoría de naciones de nuestro planeta, jamás ha existido. De modo que las dificultades para diagnosticar la actual situación y proponer eventuales soluciones son ingentes. Es famosa la frase de Ortega y Gasset cuando en tiempos de turbulencia dictaminó que “lo que pasa en España es que no sabemos lo que nos pasa”.
Algo sabemos en cambio de lo que ahora sucede tanto en mi país como en el mundo: estamos ante un auténtico cambio de civilización que no acertamos a interpretar ni a controlar, porque pretendemos hacerlo con las antiguas herramientas usadas en la política, la economía y la milicia por el capitalismo industrial.
La fecha de mañana, 20 de enero, marca el cambio de poder en la Casa Blanca y viene siendo contemplada como un parte aguas de ese imaginado nuevo orden. En resumidas cuentas este se interroga a sí mismo por el futuro del multilateralismo y la globalización; la consolidación de China como poder decisivo en ese marco; el crecimiento de la población mundial; y el cambio estructural a todos los niveles que las nuevas tecnologías y la sociedad digital están produciendo.
Por lo demás esta nueva civilización se viene construyendo como lo hicieron sus predecesoras en el pasado: se debilitan antiguos imperios y se recuperan o inventan otros nuevos.
Si atendemos a las promesas electorales y a las bravatas del presidente Trump nos espera una guerra comercial a muerte entre Pekín y Washington, un nuevo expansionismo territorial del imperio americano y un liderazgo suyo basado en el proteccionismo económico y las pasiones identitarias que amenazan a las democracias.
Esta última es la peor de las previsiones y viene impulsada por el apoyo a los partidos de extrema derecha en Europa, continente cuyos imperios se desmoronaron tras las dos guerras mundiales del pasado siglo. La preocupación ahora extendida es la posibilidad de que el desgaste del americano y la emergencia del asiático sean causa y consecuencia de una confrontación bélica global.
La buena noticia es que la fecha de mañana coincidirá, si no hay novedades de última hora, con un alto el fuego en la invasión de Gaza y una esperanza cierta de que algo parecido se produzca en la de Ucrania. En definitiva que, por el momento, las hostilidades serán comerciales y económicas, pero no bélicas.
Al mimo tiempo, Trump amenaza con un nuevo expansionismo territorial y los chinos, por el momento vencedores en la contienda tecnológica, seguirán liderando el movimiento de los Brics y potenciando su presencia comercial e inversora en África y América Latina, al margen de cual sea el carácter moral o ideológico de los respectivos gobiernos .
En este nuevo desorden, para muchos un anuncio del caos, las políticas arancelarias anunciadas por Trump y las relativas a la emigración constituyen cuestiones clave para interpretar el futuro. Ambas afectan directamente a las relaciones con América Latina, donde en las últimas décadas se ha desvanecido la actividad norteamericana y crecido enormemente la de China.
El nombramiento de Marco Rubio, nuevo secretario de Estado, y el de Mauricio Claver, delegado especial del presidente para la región, parecen indicar un renovado esfuerzo de la Casa Blanca por recuperar posiciones perdidas. No será fácil. China es el primer socio comercial del subcontinente y la apertura del puerto de Chancay, al sur de Lima, constituye un activo estratégico para fomentar los intercambios con la potencia asiática. Las agresivas declaraciones de Rubio contra Venezuela, coherentes con su pasado político como senador, parecen alentar la esperanza de que el movimiento democrático en Caracas reciba un decidido apoyo.
Sin embargo, muchos observadores creen que los intereses de la petrolera Chevron seguirán primando y no se repetirán sanciones, al menos no tan graves, que pongan en peligro el suministro de crudo venezolano. Quienes, demócratas o republicanos, han prestado servicios en el Departamento de Estado saben que en política exterior los intereses priman sobre los valores, por admirables que estos sean. Prueba de ello fue el blanqueo del oprobioso régimen de Maduro llevado a cabo por la administración Biden.
Respecto a México, contra el imaginario popular, el Trump de años atrás y el López Obrador presidente cultivaron más la política real que el respaldo a sus particulares ideologías o manías. Ambos presumían que México no podría vivir sin los Estados Unidos, pero tampoco estos sin México.
Novedad importante será la denominación legal por parte americana de los cárteles del narcotráfico como organizaciones terroristas, lo que permitiría su exterminio a distancia en nombre de la seguridad nacional. Por último, tras los anuncios hechos sobre Canadá el tratado de libre comercio (T-MEC) entre los tres países de la América del Norte parece condenado a su extinción.
No le será fácil a Trump revertir la influencia china en Suramérica y África, continente este último en el que hay también una presencia militar considerable de la Rusia de Putin. No solo en el Sahel, sino muy fundamentalmente en Libia, lo que es a la vez garantía y amenaza para la estabilidad en el Mediterráneo, según algunos dirigentes europeos. En cuanto a Europa, aunque se paralice la actual guerra en Ucrania seguirá padeciendo las aspiraciones expansionistas rusas; también las americanas, que extendieron la presencia de NATO hasta los límites fronterizos con la antigua Unión Soviética.
Queda por lo demás la amenaza de recuperar el canal de Panamá, bajo el argumento de que está controlado por China, lo que no es en absoluto cierto. Pekín es su segundo cliente, pero a gran distancia del primero: los propios Estados Unidos. En cualquier caso Trump parece fijarse prioritariamente en la nación autónoma de Dinamarca: Groenlandia.
Sus riquezas naturales, su vecindad con América, su enorme extensión y su escasa población despiertan la ansiedad de las dos primeras potencias mundiales. El primer ministro del lugar es favorable a la independencia, sobre la que se anuncia un posible referéndum y ya se hacen números de lo que costaría un arrendamiento o adquisición del país por parte de los Estados Unidos.
Estos tienen en su historia una tradición arraigada de incorporar territorios a base comprarlos. Así fue con la Florida, vendida por España, y con Alaska, que pertenecía a la Rusia zarista. Medio en broma medio en serio, un reputado experto británico ha señalado que si se diera a cada uno de los 57000 habitantes de Groenlandia un millón de dólares quizás estos aceptaran que el país fuera enajenado a la soberanía americana. Debe pensar también él que los groenlandeses son como todo el mundo: aspiran a ser americanos. Pero el primer ministro del territorio ya ha respondido ante eso que no está en venta, aunque se manifiesta dispuesto a hablar de negocios.
En todo este merequeté Europa ha perdido ya la revolución tecnológica y se muestra cada vez más desunida y confusa. Pero volviendo al principio habrá que insistir en lo arriesgado para el mundo en general la decisión proclamada de luchar contra toda globalización que no sea exclusivamente americana.
Por volver a Kissinger, este resumió en pocas palabras durante la primera presidencia de Trump su principal error: “Tardamos cuarenta años en separar a Pekín de Moscú, y este idiota las ha vuelto a juntar en dos”.
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