El regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos no solo reconfigura el panorama político interno de los EE.UU., sino que pone en jaque los fundamentos de un sistema internacional ya debilitado por dinámicas de fragmentación económica y rivalidades estratégicas.
Al proclamar que los aranceles son la mejor herramienta para garantizar la seguridad económica, Trump encapsula una estrategia de confrontación que desafía la hasta hace poco creciente interdependencia global. Las proyecciones son preocupantes: un arancel del 60% sobre productos chinos podría reducir el comercio bilateral en hasta un 85%, según The Economist. Esto no solo alteraría el flujo de bienes esenciales como electrónica y maquinaria, sino que también amplificaría las vulnerabilidades de economías dependientes de estas cadenas, como México y Vietnam, y generaría una reconfiguración forzada de los mercados globales.
Tal desacople no es buen augurio para la paz. Durante décadas, el comercio internacional fue concebido como un pilar para la estabilidad. Keohane y Nye argumentaron que la interdependencia económica genera costos prohibitivos para el conflicto, principio que cimentó el marco normativo del orden posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, esta lógica está siendo desmantelada por un proteccionismo agresivo y una creciente desconfianza entre las principales potencias. En 2024, un 70% de las empresas estadounidenses manifestaron su intención de reducir o reubicar sus operaciones fuera de China, según un informe de Bain & Company.
Mientras que la corriente liberal de las Relaciones Internacionales ha visto en la interdependencia una vía para la paz, los teóricos realistas alertaron sobre el riesgo que generan las vulnerabilidades producto de la dependencia, en línea con lo que hoy plantea Trump e incluso con el argumento al que recurrió Biden para prohibir recientemente la venta de la U.S. Steel.
Más aun, las decisiones estatales no dependen únicamente de la situación presente, sino más bien de las expectativas sobre su futuro. Como planteó Dale Copeland, mientras que las perspectivas de mayor interdependencia alientan la paz en un círculo virtuoso, un mundo que se espera menos interconectado es más inestable y menos seguro.
En este sentido, el deterioro de las expectativas comerciales amenaza con desestabilizar el sistema internacional tal como lo conocemos. La decisión de China de restringir la exportación de minerales críticos como el galio y el germanio—esenciales para más del 80% de las tecnologías avanzadas—no solo evidencia su capacidad de influir en las cadenas de suministro globales, sino que también intensifica la percepción de competencia existencial.
Por otra parte, la relocalización de fábricas de chips avanzados en suelo continental estadounidense indica la voluntad de reducir su alta dependencia externa en ciertos sectores críticos. ¿Qué pasará con Taiwán una vez que su valor estratégico se reduzca? Tiemblan los habitantes de la isla con solo pensar en la pregunta.
En este contexto, la Argentina enfrenta desafíos que exigen una política exterior estratégica y pragmática. Las tensiones entre las grandes potencias están reconfigurando las cadenas de suministro globales, creando tanto riesgos como oportunidades.
Por un lado, la transición energética y la demanda de litio posicionan a Argentina como un actor clave en los mercados emergentes. Por otro, la dependencia de mercados externos y la volatilidad económica global subrayan la necesidad de diversificar las relaciones.
Adoptar un posicionamiento geopolítico cercano a la principal potencia regional y la aún primera superpotencia militar global, a la vez que se proyecta una vinculación económica pragmática con el gigante asiático, más allá de las por momentos criticables formas, resulta un punto de partida inteligente para posicionar al país de cara a las futuras tensiones que, sin lugar a duda, tendrán lugar.
En palabras del propio Javier Milei, China “es un socio comercial muy interesante, no exigen nada, sólo que no los molesten”. Por ahora pareciera suficiente, aunque difícilmente lo sea en el largo plazo. Mantener este delicado equilibrio será el principal desafío del país en los años por venir.
El retorno de Donald Trump y las tensiones estructurales entre las grandes potencias han acelerado la transición hacia un sistema internacional más fragmentado, inestable, competitivo y riesgoso. Eventos y declaraciones recientes que recuerdan más a los siglos XVIII, XIX y XX que al XXI señalan un mundo en el que las principales potencias están dejando lentamente atrás su renuncia al uso de la fuerza (económica o militar) para el cumplimiento de sus objetivos.
La capacidad de maniobrar con pragmatismo será crucial no solo para la supervivencia, sino también para que la Argentina asegure su relevancia en un orden global en constante cambio. El sueño de la globalización interdependiente fue bueno mientras duró. Lamentablemente, es hora de prepararse para nuevas épocas.
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