Cuando se asiente la polvareda inevitable que produce un cambio de gobierno, especialmente con las características del que ha asumido en Estados Unidos, la mayor potencia planetaria, la realidad seguramente indicará los límites entre lo que se pretende y lo posible.
En el plano de la compleja geopolítica de la época, ese realismo ya es posible comenzar a visualizarlo. La guerra de Ucrania es, junto a la de Oriente Medio, uno de los principales desafíos que confronta el nuevo gobierno, básicamente porque pone a prueba la promesa del flamante presidente Donald Trump de apagar esos conflictos con una premura y habilidad negociadora que le habría faltado a su antecesor Joe Biden.
Pero el enviado del magnate para ese conflicto, es decir el funcionario especializado en la guerra de invasión rusa y de hallar una salida, el general Keith Kellogg, ya ha dicho a Fox News que en principio hay que pensar en cien días o quizás aún más para lograr algo semejante a una solución duradera.
El problema ahí es que cualquier paso que reduzca el territorio de Ucrania, pero que no incluya un costo severo para Rusia, sería un premio para China, el socio preferente de Moscú. Los dos regímenes, justamente en horas que Trump juraba, reafirmaron la alianza estratégica que los une además con Irán y Corea del Norte. Un escenario demasiado difícil para improvisar con esgrima voluntariosa.
En Oriente Medio las cosas son igualmente vidriosas. Se avanzó con un acuerdo de cese de hostilidades por la intervención central del enviado del magnate, pero ese pacto tiene la fragilidad de las tensiones internas en el gobierno israelí. En ese vértice se especula con que no se avanzaría más allá de las próximas semanas para regresar a la guerra, el objetivo que persiguen las alas ultras del gabinete que miran con cierto desinterés los deseos de Washington. Es una deriva desafiante que pondría a prueba a Trump mucho más, incluso, que el otro grave conflicto de la era.
Si así son las cosas con estos colosales conflictos globales, puede imaginarse dónde quizás acaben estacionándose los planteos expansionistas sobre Groenlandia, Canadá o el Canal de Panamá.
Hacia el interior de EE.UU. el poder absoluto que se busca exhibir con la firma de estilo show de decenas de decretos, ya antes del inicio del gobierno anticipaba sus propios límites. No serán, por ejemplo, diez millones los migrantes a expulsar, quizás un millón, de ellos aquellos que tienen procesos judiciales o acaban de llegar, según anticipó el senador republicano James Laknkfor.
Y hace solo pocas horas, cuando Trump todavía celebraba su debut, los fiscales generales de 22 Estados norteamericanos lo recibieron con una primera demanda global contra la nueva Casa Blanca para bloquear la orden ejecutiva que niega la ciudadanía a los hijos de “sin papeles” nacidos en el país. Una medida que tiene efectivamente una traba constitucional.
El mandatario ha dicho que esta vez “nada nos detendrá”, pero entre los republicanos la verticalidad que parece imponer convive con contradicciones. A mitad de diciembre, cuando faltaban semanas para la asunción, 38 legisladores del oficialismo votaron en contra de eliminar el techo de la deuda como reclamaba el presidente. Es un límite muy opinable sobre cuánto puede pedir prestado el gobierno federal para pagar sus cuentas.
Sobre la firma
Marcelo Cantelmi
Editor Jefe de la sección Mundo [email protected]
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