Hay un momento en que presentimos el mar. Es una sensación que puede alojarse en el estómago (como las famosas mariposas cuando se besa, digamos) o manifestarse como una oleada de euforia. Puede estar injustificada, puede ser premonitoria o es apenas que nos acercamos con el auto. Pero lo prefiguramos, sentimos su inmensidad como una invitación. Son, de un modo algo pagano, tiempos de adviento. Tiempos de alegría anticipada, de vislumbre de cierta felicidad.
Cuando uno es chico vive atravesado por esas premoniciones. Que están puntuadas por el tiempo circular en el que viven los inmortales. Y se sabe que no existe nadie más inmortal que un chico. Esas premoniciones no tienen que ver con sucesos aleatorios, pero sí extraordinarios. Sucesos que nos sacan del mero transcurrir de las horas, que incluso nos saca del aburrimiento porque, claro, los inmortales a veces se aburren, por ejemplo en la escuela, donde la sola idea del mar hace brillar la mañana.
Hablo de un tiempo de palpitar nuestro cumpleaños, el fin de las clases, el comienzo de las vacaciones. Tiempos en que sentimos que la tierra en general, el clima, la vida, nos muestra su cara benévola. La tierra respira y sentimos que compartimos su aliento, que lo retenemos para expulsarlo con alegría. No hablo de la ilusión de la fiesta de cumpleaños, de los regalos de Reyes. Hablo de la idea misma de la fiesta, de lo que está por suceder. Así el mar. No sé qué es navegar el mar, permanecer en el mar. Soy apenas de aquellos que lo rondan de vacaciones. Pero aún así su inmensidad, la luz del mar, gobierna mi imaginación. Basta levantar la cabeza de la computadora donde trabajosamente escribimos, y la idea del mar nos lleva por la ventana, nos anticipa otra luz en la tarde. O también hay una sensación de que el mar está próximo, porque pronto lo veremos. O porque saldremos de madrugada a la ruta por centenares de kilómetros solo para ver cómo centellea bajo el sol, aunque sea el sol del invierno. Y está también el sonido del mar, cuando en la casa de vacaciones se hace un silencio y en la noche nos llega su rumor. Y está, claro, su rumor sordo, cuando la última línea de dunas nos impide su vista, y ascendemos trabajosamente por la arena. Allí estará apenas coronemos la última barrera.
Pero de todas las maneras de prever el mar la mejor es la que está anclada en la niñez, cuando el auto de mi padre enfilaba por la avenida Colón de Mar del Plata, y ante nosotros primero el pavimento se elevaba y luego, desde allí arriba, podíamos verlo al fin, desplegándose en su maravilla. El mundo entero montaba una puesta en escena donde no faltaba nada: el verde de las barrancas, las piedras y tejas de las casas, el relumbre de los autos en las avenidas, el cielo desmesurado. También, seguramente, algún barco de pesca, lejano. Y el mar eterno, espumoso, que habíamos dejado atrás el verano anterior, y allí nos recibía, para iniciar la vida plena.
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