1.
Por eso de “mens sana in corpore sano”, desde mi infancia entiendo la importancia de la actividad física y fueron muchos mis intentos por abrazar el mundo del deporte. Intenté con patín artístico, vóley, pelota al cesto (¿existe, todavía?), fui a handball, natación, hockey, escuela de remo en un club del Tigre. Ya veinteañera, durante varios años tomé clases de tenis.
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Entrenamiento para todos
Posiblemente haya intentado algo más que ni recuerdo (con seis o siete años quise ir a clases de danza clásica, que no es deporte pero se parece, no me aceptaron), hasta que reconocí, no sin pena, que mi desempeño era regular en todas las actividades físicas.
No era exactamente mala, solo perfectamente mediocre.
Me dediqué, por lo tanto, al único deporte que de verdad amaba y en el que mi desempeño era excelente: me hice lectora. Mens sana y el corpore lo veríamos. Gracias a la práctica de aquella actividad, pronto me hice escritora.
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El esfuerzo y la mente
Durante años entrené con dedicación y perseverancia. Fuerza para sostener los libros, resistencia para leer por horas, agilidad para escribir rápido y con los diez dedos sobre el teclado, estiramientos para descontracturar cuello y espalda.
Si hubiera Olimpíadas de lectura, yo tendría alguna medalla, estoy segura.
Otros tiempos. Una imagen de Verónica Sukaczer con su principal ejercicio físico de la época… leer.
Gracias al deporte literario, por lo tanto, me hice hábil en la feliz actividad del sedentarismo.
Nunca imaginé que aquello no iba a durar.
2.
No es tan sencillo como parece ser sedentario. Hay gente que no soporta las horas de inacción o de posición horizontal, cierto cansancio que comienza a sumarse al cansancio de siempre, que cada articulación cruja y cada músculo se resista a hacer su trabajo.
Yo, sin embargo, mantenía la actividad sedentaria con destreza y comodidad. Hasta que un día algunas células de mi cuerpo decidieron comenzar a multiplicarse sin control y la palabra cáncer llegó a mi vida. Tenía 51 años.
Cuando es tu propio cuerpo el que quiere matarte no queda más que hacerse cargo. Y el mío, luego del diagnóstico, un tratamiento de radioterapia, cuatro años de medicación (me faltan seis) y cuatro cirugías en las que amputaron órganos y luego me los reconstruyeron, empezó a pedir a gritos que lo rearmara, que lo sacara de la cama en donde me estaba hundiendo.
3.
Así llegué a las clases de yoga terapéutica con la magnífica Cynthia (también había hecho yoga en algún momento).
Cynthia me escuchó, me contuvo, me habló de cicatrices externas e internas, de la fascia, los músculos, los nervios. Junto a ella recuperé la consciencia de mi cuerpo, el movimiento pero, sobre todo y para mi sorpresa, descubrí que podía ejercitarme y no morir de aburrimiento.
Cynthia lo hacía divertido: trabajábamos con pelotas inflables, con bandas, con columpio. Aprendí a invertirme y a sostener todo mi cuerpo cual Supergirl en vuelo. De pronto me sentí poderosa, más liviana y salía de cada clase deseando más.
Fueron dos años de yoga hasta que, en una consulta de control, mi cardiólogo (tengo un maravilloso equipo de médicos), me lanzó un desafío que no pude dejar pasar.
Fantástico que hagas yoga, me dijo, pero estaría bueno que hicieras cardio y fuerza.
Y allí volvió a cambiar mi rumbo.
4.
A veces pienso que esta mujer de mediana edad que se decidió y fue al gimnasio a los 55 años (ahora 56), no soy yo. Que la que cambió una clase semanal de yoga por tres veces a la semana de musculación, poco tiene que ver conmigo.
La cama sigue allí, los libros y la computadora también, el sedentarismo me llama a veces, a los gritos…
Pero me gusta mucho esta nueva yo, así que la sigo a donde me lleva.
Además yo soñaba hace años con ese tipo de entrenamiento. Veía los videos de antes y después de muchas mujeres de mi edad que se animaban a hacer ese giro en sus vidas y las admiraba. El cambio brutal que sucedía en sus cuerpos, la facilidad con la que parecían colgarse de cualquier cosa, levantar pesas, doblar, girar y enroscar sus anatomías como si tuvieran otra vez cinco años y nada les doliera después.
Pero ese imaginar que abandonaba mi querido sedentarismo para ponerme las calzas y transpirar en el gimnasio, parecía alcanzar. Ya entrenaba, y bastante, en mi cabeza, todavía no hallaba la fuerza interior para hacerlo en la vida real.
Hasta que se me rompió el cuerpo.
5.
Estoy mintiendo. No puedo achacarle al cáncer todas las decisiones y cambios de mi vida. En verdad la motivación para comenzar a entrenar fue otra, un hecho minúsculo que me avergonzó bastante (y la vergüenza puede ser un gran estímulo para actuar).
Me había ido a recorrer, sola, los parques de Ischigualasto y Talampaya, un sueño que tenía desde hacía mucho.
En un momento me acuclillé para observar los colores de unas piedras. Y luego, sencillamente, no pude volver a levantarme. No tenía la fuerza suficiente o se había interrumpido la conexión entre mi cerebro y los músculos de las piernas. Tampoco tenía de dónde sostenerme y, como viajaba sola, no pensaba pedir ayuda ni aunque tuviera que tirarme al suelo y pasar la noche allí.
Habrán sido segundos, supongo, parecieron horas. Atajé el pánico, me cuidé de que nadie me estuviera observando y con mi último aliento, logré ponerme de pie.
Y entonces llegó la revelación: ese cuerpo que no me servía para los movimientos más básicos, no lo quería más. O lo transformaba o lo transformaba.
6.
Elijo un gimnasio de barrio en el límite exacto entre Flores y Caballito, a cuadra y media de mi departamento. Si tengo que viajar, no voy a sostener la actividad (sí, ya hice aparatos antes y abandoné).
Lo que me atrae del lugar es que hay gente de todas las edades y todas las formas. No parece haber egos necesitados de miradas ajenas.
El primer día, Maxi, el profesor, también me escucha como me había escuchado Cynthia. Yo le explico lo que puedo y lo que no puedo hacer con mi cuerpo reconstruido. Él me ataja y pregunta cuál es mi objetivo allí.
¿Cuál es mi objetivo? ¿Sobrevivir? ¿Envejecer con dignidad?
Le respondo que quisiera que dejara de dolerme todo y, de paso, aumentar mi resistencia física. Empezamos por eso.
Maxi me prepara una rutina para tres veces por semana, trabajando diferentes grupos musculares cada vez y me muestra cómo realizar los ejercicios.
A partir de ese momento lo voy a molestar con preguntas, y bastante. Porque cuando un chip de mi cabeza cambia (o se activa), lo que hago lo quiero hacer bien. Y no es solo eso, de pronto quiero saberlo todo sobre musculación. Me encuentro hablando un nuevo idioma: sentadillas sumo, búlgaras, Hack, Scott, peso muerto, Hammer, francés, vuelo posterior, tirón al pecho.
Comienzo a sentir que puedo entenderme con la cofradía de los culturistas y ya quiero ser una de ellos.
7.
Los primeros días me maravillo de que no me duela el cuerpo luego de ejercitar, que si lo hago bien, bien la técnica, bien las repeticiones, bien el descanso, mi cuerpo se va aclimatando y comienza a mutar de cuerpo sedentario a cuerpo que puede subir todas las escaleras del subte y seguir respirando como si nada. Un milagro.
Cuando paso el período de adaptación y comienzo con la rutina propia, descubro un tipo de sufrimiento que no me disgusta, una especie de masoquismo de la musculación, que consiste en darte cuenta de que podés llevar el cuerpo hasta el dolor (llevar al fallo) y, sin embargo, aún hacer algunas repeticiones más del ejercicio. Y la siguiente vez, más aún.
Lo mismo me pasa con el peso. Me entusiasma observar que en aparatos en los que empecé ejercitando con cinco kilos, ahora lo hago con 40 o 60. Esos avances me motivan a seguir. Y no falto aunque llueva, haga frío, demasiado calor o esté cansada. En cambio, cuando tengo que ausentarme por algún motivo, me agarra una culpa feroz y siento que toda mi nueva masa muscular se va a desinflar en minutos.
A veces, sin embargo, siento que llegué a mi techo, que me di contra una pared, que llegué hasta acá. No logro aumentar el peso con el que trabajo, no logro hacer más repeticiones, quiero regresar a mi vida de antes.
Maxi me recuerda que todo eso está en mi cabeza y me envía de regreso a las máquinas. De revancha, busco mancuernas más pesadas que las que estaba usando para hacer bíceps. Sufro y me empodero a la vez. Y todo ese barullo mental y físico me hace bien.
8.
Pasa un año y continúo ejercitando.
En los controles médicos anuales el cambio que todavía no se ve por afuera, se nota adentro: me baja el colesterol, mis huesos están perfectos y las mediciones de composición corporal con balanza de bioimpedancia, indican que, en vez de envejecer, soy un par de años más joven.
Por supuesto, yo también me siento y estoy distinta. Más segura en todo sentido. Más erguida, más rápida, más ágil. Me levanto cada mañana, literalmente, con un juego de piernas (las llevo hacia arriba y luego las impulso), y me entretengo frente al espejo observando la nueva forma de mis hombros y mis incipientes bíceps.
También logro bajar un par de kilos que me sobraban. Pero no por el ejercicio (que a veces incluso hace que una aumente de peso al convertir la grasa en músculo), sino porque esta nueva vida me lleva a estar atenta a mi alimentación (dejo de picar entre horas). Todo está relacionado.
De todos modos, no logro la transformación de los videos de los antes y después. Es por la edad, me dice uno de mis médicos. Es por el tipo de grasa, dice otro. Es la medicación…
Como sea, me amigo con mi cuerpo, que ya pasó por bastante.
Sé que por fin estoy dando mi mayor esfuerzo, que estoy a cargo.
Sé que voy a seguir entrenando mientras sea posible.
Y sé, más que ninguna otra cosa, que siempre es tiempo de comienzos.
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