Los bares en las películas suelen contar con ciertos personajes típicos, casi clichés: un verborrágico, un melancólico, un presumido. Cada uno de ellos juega un rol para hacer de la escena un desastre. El verborrágico ahuyenta clientes, el melancólico entristece a dos o tres en una esquina oscura, el presumido hace una apuesta exagerada para mostrarse mejor a otros y, en un lance, se manda en una penosa excursión a cumplirla: conversar con alguna persona en particular, beber hasta más no poder y, tal vez, trompearse con alguien. Thomas Fitzpatrick fue de estos últimos. No fue violento con nadie, pero sí hizo una apuesta: “A que puedo llegar de New Jersey a Manhattan en 15 minutos”, dicen que dijo la noche del 30 de septiembre de 1956. Algo borracho, salió a cumplir la hazaña. Y lo hizo abordo de un avión robado.
Tenía 26 años, era excombatienente de la guerra de Corea y aterrizó en una avenida al norte de Manhattan, y no una, sino dos veces, porque no le creyeron que lo había hecho la primera.
Bares, tragos y aviones: qué pasó en la madrugada del 30 de septiembre de 1956
En la noche del 30 de septiembre de 1956, según el New York Times, Thomas Fitzpatrick se fue de una fiesta hasta un bar en la avenida St. Nicholas, esquina con la calle 191, en el norte de Manhattan, y se sentó a tomar unas copas. En medio de su conversación con otros comensales, se dice que propuso un desafío que él estaba convencido de que podía cumplir.
“La historia cuenta que le hizo una apuesta a alguien del bar: que podía ir del norte de New Jersey hasta donde estaban en Manhattan en 15 minutos”, afirmó Jim Clarke, vecino del local de copas que todavía en 2013 recordaba haber visto la escena posterior.
A eso de las tres de la mañana, Fitzpatrick se subió a su auto borracho y manejó hasta la escuela aeronáutica de Teterboro, en New Jersey, se coló en el predio y robó un avión de una hélice. Ya en el aire, todavía borracho, piloteó hasta Manhattan y aterrizó exactamente en la puerta del bar, en una cuadra de edificios y casas de familia.
La noticia no pasó desapercibida en los medios de la época, que pronto se hicieron eco de la hazaña. En 1956, el diario Democrat and Chronicle describió la avenida St. Nicholas como “una vía pública muy transitada durante el día”, pero destacó que, a esa hora, estaba prácticamente desierta. Los oficiales de policía, más tarde, calificaron el descenso como “casi imposible, una chance entre 100.000”, tal como titularon los diarios de la época. En el New York Times se leyó: “Un buen aterrizaje”.
La hazaña de Fitzpatrick lo llevó ante un juez por un robo de grandes proporciones y por la violación del código de la ciudad. Según el Democrat and Chronicle al juez exclamó: “Podrían haber pasado un montón de cosas terribles. Él podría haber chocado contra un edificio donde dormían familias, niños”. Luego, terminó consultándole por qué lo había hecho. Fitzpatrick se explicó con las siguientes palabras: “Solo tuve la necesidad de volar”.
A pesar de haber sido piloto, alegó su culpabilidad por aterrizar “en un espacio no designado por el departamento de Marina y Aviación de Estados Unidos” y, según The Herald News, “para la corte dicha culpabilidad suplía también los cargos por volar borracho y sin un certificado médico vigente [para pilotear]”.
Además, el dueño del avión no presentó cargos, lo que solamente llevó a la corte a multar a Fitzpatrick por 100 dólares en 1957, aunque hoy se consideraría tentativa de terrorismo.
La necesidad de volar: la noche del 4 de octubre de 1958
Hay personas que recaen en errores una y otra vez: podría ser el juego, el tabaco o la comida poco saludable. Fitzpatrick tenía algo no resuelto con los aviones y los aterrizajes, tal vez con la necesidad de presumir algo que sentía que debía demostrar a sus amigos de bar, y así lo demuestra la evidencia, porque la noche del 4 de octubre de 1958 volvió a aterrizar un avión frente a un bar.
“Fitzpatrick le dijo a la policía que había hecho este segundo vuelo después de que el gerente del local de copas en el que estaba no le creyó que había hecho el primero”, describe The New York Times.
Otra vez borracho, Fitzpatrick se coló en la escuela aeronáutica de Teterboro, en New Jersey, robó un avión, despegó y pilotó la aeronave hasta la avenida Amsterdam y 187th.
Esta vez, Thomas se entregó a la policía y dijo que no tenía la licencia de piloto de avión: se la habían suspendido después del primer episodio y nunca la había renovado “porque no quería volver a volar”, como si el gerente del bar lo hubiese obligado a mostrar sus dotes.
Esta vez, el juez lo sentenció a seis meses de prisión por entrar posesiones robadas a Manhattan y le aseguró que si le hubiesen metido tras las rejas luego del primer aterrizaje, “posiblemente no hubiese ocurrido una segunda vez”.
Más tarde, el New York Times conversó con Fred Hartling, amigo de Fitzpatrick, quien lo recordó como un hombre carismático que podía convencer a cualquier con tal de salir a los bares. “Tenía un lado alocado”, aseguró.
Thomas Fitzpatrick trabajó durante 51 años como colocador de caños y murió en 2009. Cuando el New York Times intentó comunicarse con su esposa, la mujer les cortó el teléfono a los periodistas ni bien le mencionaron los aterrizajes. Tal vez por eso no se le conoció otra hazaña.