La semana pasada circularon centenares de fotos de Javier Milei, primero en Estados Unidos y luego en Suiza, donde participó del Foro de Davos. Si esas imágenes se miran con atención y se aparta ligeramente la vista de los protagonistas centrales, se verá una presencia “lateral” que, aun en su discreción y su extrema sobriedad, encarna un modelo que nos reconcilia con lo mejor de la Argentina y que contrasta, sin embargo, con una realidad muy extendida en todas las áreas del Estado.
Lo que vemos es algo parecido a un tigre blanco: una rareza, una especie en extinción, algo que cada vez se ve con menos frecuencia y que, precisamente por eso, nos llama la atención. Se trata de un funcionario de carrera que se distingue por su solvencia técnica, por su riguroso profesionalismo y por una estabilidad que lo ha ubicado por encima de las oleadas de amiguismo, acomodo y militancia que han creado capas y subcapas de empleados de todo rango en los pliegues del organigrama estatal.
El que aparece en la foto de los viajes presidenciales es Walter Kerr, una figura desconocida para la mayoría de los ciudadanos. Es el intérprete de la Cancillería, que, desde hace más de 25 años, ejerce ese oficio al lado de los presidentes. Ya lo hizo con ocho jefes del Estado (Menem, De la Rúa, Duhalde, Néstor y Cristina Kirchner, Macri, Fernández y, ahora, Milei). Ingresó por un examen al servicio exterior de la Nación cuando tenía 29 años, demostró el mérito y las cualidades de su formación técnica, recorrió distintos peldaños del escalafón y consolidó una carrera que representa en sí misma las nociones de políticas de Estado y servicio público de calidad. Tratar de encontrar un caso similar en el universo administrativo es como buscar una aguja en un pajar. Kerr nos recuerda, sin embargo, que sobreviven nichos de excelencia y profesionalismo en el sector público. No los vemos, es cierto, porque su propia eficiencia suele ir asociada a la discreción y al perfil bajo. Lo que vemos, en general, es la peor cara del Estado: la chapucería, la incompetencia, la opacidad y el privilegio. No es extraño, después de todo, porque si algo ha perdido el Estado en la Argentina es calidad y solvencia en sus recursos humanos. En las últimas décadas se desmanteló el sistema de ingreso por exámenes y de ascensos por concursos. Los conceptos de carrera y de escalafón quedaron completamente desdibujados. “No creo en la meritocracia”, llegó a reconocer, rampante, el último presidente del largo ciclo kirchnerista.
Kerr habla nueve idiomas (inglés, francés, portugués, italiano, alemán, chino, japonés y árabe, además del español). Es intérprete, traductor público, abogado y profesor universitario, según un perfil que escribió Cecilia Devanna en LA NACION. Pero a esa impactante formación académica y profesional le suma otras condiciones que también formaron parte de la mejor tradición del servicio público: ética profesional y neutralidad política. Ha participado de cientos de giras internacionales: jamás una sospecha por viáticos o privilegios; jamás una filtración ni una nota discordante.
Si algo caracteriza a las democracias sólidas y a las instituciones fuertes es una burocracia eficiente, transparente y estable, que se caracteriza por su independencia, su honradez y su idoneidad, y que está por encima de las líneas políticas que se renuevan con cada gobierno. Los populismos, en general, combaten esas estructuras porque les imponen un corset y les marcan un límite. Les impiden, además, colonizar el Estado con “los propios” para cultivar el seguidismo y la obsecuencia. Por eso hemos asistido en la Argentina a un empeño muy marcado por desmontar los resortes de la carrera administrativa.
Hay casos directamente grotescos, como el que se produjo en la AFIP durante la gestión de Carlos Castagneto: eliminaron los exámenes para ingresar al organismo, hicieron entrar por la ventana a más de dos mil empleados en un año (casi diez nombramientos por cada día hábil) y permitieron, en ese festival, hasta el ingreso de personajes ligados a la barra brava de Gimnasia y Esgrima de La Plata, el club del que Castagneto fue arquero y candidato a presidente. La referencia obliga a formular una pregunta: ¿cambió algo de fondo en la nueva estructura de la AFIP? Más allá de haber impuesto un costoso cambio cosmético y de denominación (ahora es ARCA en lugar de AFIP), que obligó a reimprimir toda la papelería oficial, cambiar dominios de internet, adaptar sistemas informáticos y hasta negociar con Catamarca, cuyo organismo recaudador ya tenía ese mismo nombre, ¿se empezó un verdadero proceso de depuración interna y de mayor transparencia y ecuanimidad? El nuevo titular de la DGI firmó una resolución “imperial” a los pocos días de haber asumido: fue para otorgarle un llamativo ascenso a su mujer y multiplicarle exponencialmente su salario, según reveló LA NACION en una investigación de Hugo Alconada Mon. ¿Y los concursos? ¿Y la austeridad? Las respuestas se evaporan detrás de anuncios rimbombantes.
La AFIP o ARCA son apenas un botón de muestra. Cosas similares ocurrieron en las últimas décadas en el PAMI, la Anses, el Indec, los ministerios y hasta en la Cancillería, donde había sobrevivido, a duras penas, una tradición de profesionalismo, carrera y escalafón. Hasta funciones muy técnicas y específicas, como las de piloto de avión o la de violinista sinfónico, fueron contaminadas por la militancia y el amiguismo, según hemos podido ver en Aerolíneas Argentinas o en la orquesta estable del Teatro Colón. El massismo fue un abanderado de esa cultura: corrió a los ingenieros en AySA para nombrar a los parientes, y a los especialistas en Transporte, para ubicar a los amigos. Otro estandarte fue Guillermo Moreno, que desmanteló el Indec para dibujar las estadísticas oficiales. Y en medio de esa colonización se benefició La Cámpora, con gerencias y despachos “ganados para la causa”.
La degradación no se limita, por supuesto, al Estado nacional ni a la órbita del Poder Ejecutivo. Si se mira la provincia de Buenos Aires, el panorama es desolador. Hasta hace apenas treinta años, un gerente de Vialidad, un director de Rentas o un ingeniero de Obras Públicas eran verdaderas autoridades. Los ministros o directores de turno se subordinaban ante su experiencia, su solidez técnica y su autonomía para emitir un dictamen. Esos cargos de carrera estaban rodeados, además, de un aura de prestigio y respetabilidad, y respaldados también con buenas remuneraciones. Se los ejercía con dedicación, responsabilidad y vocación de servicio, porque en eso se jugaba algo que se llamaba honorabilidad y trayectoria. Hoy todo eso se evoca con añoranza. Los virus del amiguismo y la militancia rentada hicieron estragos en todos los estamentos del Estado. Los concursos casi han desaparecido, y en aquellos ámbitos en los que todavía existen exámenes y orden de mérito, como en el Poder Judicial, todo se ha desnaturalizado al extremo de convertir los sistemas de selección casi en meros simulacros. “Funciona el garrochazo”, explica un destacado magistrado cuando explica el sistema de designación de jueces y fiscales en la provincia de Buenos Aires. ¿Qué significa? Que un postulante que por examen y antecedentes quedó último en el orden de mérito puede, por un “salto de garrocha”, terminar primero. La letra chica de los reglamentos habilita la discrecionalidad política para activar el “garrochazo”.
No sorprende, entonces, el índice anual de calidad de la administración pública que acaba de publicar la escuela de gobierno de la Universidad de Oxford. Es un estudio que evalúa 120 países con distintas métricas y parámetros, entre los que sobresale la calidad técnica de las personas y los procesos. El resultado de 2024 ubica a Uruguay como el país con la mejor administración pública de América Latina: ocupa el 20º lugar a nivel mundial. Supera a Chile, que está en el puesto 27º, y a Brasil y Colombia, que están en el 32º. Pero deja a la Argentina muy lejos, de mitad de tabla para abajo, en un deslucido puesto 62º.
La degradación de la carrera administrativa no implica solo una pérdida de calidad en el servicio público y la gestión gubernamental. Representa, aunque parezca grandilocuente, una amenaza a la salud institucional y a la solidez democrática. Cuando no existen funcionarios con suficiente idoneidad e independencia como para decirle que no a un ministro, a un gobernador o a un presidente, se cae una barrera fundamental del sistema republicano; se habilita el decisionismo y el avance autoritario; se legitiman, además, la chapucería y la arbitrariedad en el manejo de los asuntos públicos. Y se potencia el aislamiento del gobernante, al que solo se le dice lo que él quiere escuchar.
Desde la periferia de las fotos oficiales, un señor alto y espigado nos recuerda, sin embargo, que no todo está perdido. Tal vez arrinconado e infravalorado, pero hay un estándar de calidad, eficiencia y profesionalismo que sobrevive en algunos estamentos del Estado. Poner el foco en ellos tal vez sea una manera de recuperar los valores que representan. Walter Kerr puede ser un tigre blanco, pero ahí está. Podría trabajar en la cima del sector privado, tanto en la Argentina como en los países más desarrollados del mundo, pero va todos los días a una oficina austera, la 613, en el sexto piso del edificio de la Cancillería, sobre la calle Esmeralda, donde también trabaja con la documentación diplomática. ¿Cuántos más hay, como él, que no son noticia precisamente por una discreción que va asociada a su calidad y su profesionalismo? En un tiempo en el que la dimensión y la calidad del Estado están en el centro del debate, y en el que después de la colonización desaforada algunos reivindican la brocha gorda y el abolicionismo estatal, Kerr nos ofrece un modelo inspirador de excelencia ligada al servicio público. Nos invita, con su ejemplo, a levantar la vara de nuestras propias aspiraciones y a rescatar la idea de un Estado eficaz, confiable y austero.