La luz del sol que se filtra a través de las hojas de los árboles. Eso fotografía en blanco y negro, con una vieja cámara, Hirayama, aquel protagonista de “Días perfectos”, la maravillosa película de Wim Wenders estrenada por aquí el año pasado, que de manera sutil y exquisita retrata la vida de ese hombre, limpiador de baños públicos de Tokyo que, a su modo, parece haber encontrado algo parecido a la felicidad.
No una estridente, claro, sino una que tal vez se asemeje más a la satisfacción. En su caso, la que parece nacer de algo casi, casi tan elemental como haber encontrado un propósito en la vida, al que se dedica con pasión y ahínco.
Hirayama tiene una existencia austera en extremo, que hasta se podría definir como precaria; lleva su día a día más que estrictamente con lo justo. Pero su capital reside en otra parte: se intuye que en algún momento dejó atrás otra vida, con otras cosas que, al parecer, no necesitaba. Gran, y muy buen lector, Hirayama cultiva la inmensa capacidad de vivir el momento, el puro instante que atraviesa, disfrutándolo.
Su jornada laboral empieza a la madrugada: cada vez que sale de su casa mira al cielo, agradecido, una sonrisa en su rostro. Es alguien que ha descubierto la belleza oculta en lo cotidiano, en lo más trivial, en aquello en lo que, por repetido y ordinario, no reparamos: el sol colándose a través de las hojas, los acordes de una melodía, el silencio.
La inesperada visita de una sobrina se convierte en otra ocasión para desplegar su filosofía. En un momento la chica le plantea algo referido a lo que harán la próxima vez que ella viaje a verlo, y él contesta: “La próxima vez es la próxima vez. Ahora es ahora”. Tal vez en eso resida todo el secreto de la vida.
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Silvia Fesquet
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