Todos detestamos al mosquito, ese cómplice del insomnio, transmisor de enfermedades y aniquilador de las pieles impolutas. Pero no todos lo hacemos en la misma medida. Si usted, veraniego lector, es de los que pueden sacudirse de un manotazo su escalofriante zumbido, darse vuelta y seguir durmiendo como si nada, poco habrán de ofrecerle estas líneas. Si en cambio es de los míos, de los que no tenemos opción sino hacer frente al bicho y darle paciente cacería, entonces este manual es para usted.
Lo primero es conocer al enemigo: un insecto volador de unos quince milímetros de largo y hábitos principalmente crepusculares o nocturnos, cuyos huevos requieren de un buen sorbo de sangre de mamífero para emprender su desarrollo. O sea, pican solamente las hembras. Tampoco es que eso tenga ninguna importancia. El mosquito prefiere los sitios cálidos y húmedos, y los colores oscuros para camuflarse mejor. Tiene un vuelo errático que lo hace difícil de interceptar y es capaz de percibir el CO2 de la respiración, razón por la cual nos busca la cara cuando estamos por dormir. Es allí cuando percibimos su canturreo exasperante, retándonos a dar con él en lo oscuro. Es petulante, el zancudo. Es vanidoso a su manera.
El arma principal del cazador es un paño grueso y liviano a la vez, como un trapo de cocina o una remera de verano, preferiblemente sucia, pues habrá sangre nuestra de por medio. La opción de la raqueta eléctrica es llamativa, pero impráctica por poco maniobrable, sobre todo de noche cuando no se lo percibe en pleno vuelo, sino en sus reposos intermitentes. El mosquito, además, no es tonto. Es hábil para esconderse y lo hará apenas perciba que estamos cazándolo. El reto está en dar con él sobre un fondo claro y propinarle un mortífero golpe de trapo: un latigazo descendente o lateral, o bien frontal y a manera de red, para hacerlo caer y entonces pisar rápido la tela.
El remate es importante. Ambas técnicas son válidas y más silenciosas que el aplauso tradicional. La clave es hacer al mosquito mostrarse: encienda una luz y sacuda el trapo por doquier, con un ojo atento a cualquier eventual reacción. Si surgen bichitos similares, mátelos también: no es momento para distracciones, urge volver a dormir. También puede ocurrir que la cacería nos fuerce a deambular por la habitación. Procure no desanimarse. Resista la tentación de pensar que el zancudo escapó, que decidió buscarse una presa más fácil. Eso rara vez ocurre. No olvide que el mosquito es una máquina implacable de picar, y que abortar la persecución lo sentenciará a reemprenderla minutos más tarde, en cuanto reine nuevamente la oscuridad. Detenga la cacería únicamente cuando perciba el cadáver. Con estos consejos y un poco de práctica, el lector podrá sumarse a las filas honrosas de los cazadores de mosquitos, esa brigada fanática que pone el cuerpo mientras otros duermen, ajenos al peligro del que se acaban de salvar.
Gabriel Payares es escritor venezolano
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