Ni el mar, de un color turquesa que no parece de este mundo. Ni el cielo, de un azul celeste inmaculado. Ni el sol generoso, cuyo impacto ayuda a mitigar un viento que se agradece. Ni las altísimas palmeras y la sombra reparadora que proyectan. Ni la arena fina que acaricia los pies que la rozan. Nada de todo eso parece conmoverlos. Nada de eso es capaz de distraer la atención que despierta la pantallita rectangular.
Están en el paraíso, pero da la impresión de que no lo han registrado. Absortos, como poseídos o hipnotizados, incapaces de soltar el telefonito aunque delante de sus narices se despliegue un atardecer de película. Pero, claro, ¿qué puede compararse con un meme en X, el último posteo en Instagram o ese video de un perro resbalando una y otra vez sobre el piso mojado de la cocina?
Hay que ser muy iluso para pretender que alguien se desprenda de ese dispositivo que es casi ya un apéndice de la mano, que acompaña incluso la incursión en el mar. ¿Cómo, si no, se podría obtener esa selfie que inmortalizará por milésima vez la misma cara, con la misma trompita, sobre un fondo apenas reconocible? ¿El paisaje? Por favor, a quién le importa habiendo un YO para retratar una vez más.
Mientras los más chiquitos se divierten con la arena y el agua, como desde tiempos inmemoriales, y los adolescentes atienden su juego de conquista y seducción, son los grandes, sobre todo los que superan largamente los 40, 50, 60 y más, los que mayor “dependencia celular” parecen haber desarrollado.
Muy lejos de aquel de Adán y Eva con su fruta prohibida, la única manzana que tienta en este paraíso está mordida y es apenas un logo en el reverso de uno de los omnipresentes telefonitos.
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Silvia Fesquet
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