Dos camisetasfirmadas por Lionel Messi, con el agregado de “con cariño” que les fueron entregadas durante la semana en la Casa Rosada al presidente Milei y a su hermana Karina por los empresarios Jorge y José Mas, dueños del club que contrata a Leo, desataron una guerra de reciclados odios y trastornadas reacciones, con el sello desproporcionado que nutre las redes sociales.
Las casacas, con el 9 en la espalda, en lugar del universal 10 de Messi, antes que cualquier presunto mensaje político encriptado, parecerían señalar que fueron tomadas de las que hay a centenares de los vestuarios del Inter de Miami para cortesía y gestos protocolares del club que lo tiene contratado.
Los mastines kirchneristas, en particular los vinculados al periodismo, la cultura y la farándula, estaban esperando la oportunidad para morderle de nuevo los tobillos al ídolo en reposo, aún en este tiempo crepuscular de su prestigio planetario. Lo están aguardando desde aquella madrugada en una de las pistas del Aeropuerto de Ezeiza, cuando Messi, con sus manos aferradas a la Copa del Mundo lograda pocas horas antes en Qatar, ensayó una gambeta que dejó desairado al ministro del Interior, Eduardo de Pedro, quien había asistido allí con una sola misión, lograr la foto con el ídolo máximo en su momento de gloria suprema.
El Gobierno de Alberto Fernández, pero más de Cristina Kirchner, tenía la idea de asociar el estado de ebullición emocional del país, generado por la tercera coronación argentina en un Mundial, aunque fuese de una manera subliminal. No fueron los primeros en ejercer ese cholulaje futbolero. Ni serían los últimos.
El tiro, se recordará, les salió por la culata. De Pedro se pareció más al croata enmascarado Josco Gvardiol, en las canchas del desierto katarí, considerado el mejor defensor del Mundial, aquel a quien Leo llevaba de un lado para otro, que me voy, que no, que acelero, que me paro, que vuelvo y empiezo todo otra vez, antes de cederle el gol en bandeja a Julián Alvarez para el 3-0 ante Croacia. De Pedro debió ver la última versión de aquel festival de quiebres y amagues de Leo como un Gvardiol cualquiera: cuando quiso reaccionar, vio las espaldas del ídolo con la Copa en sus manos, bien en alto, lejos de su alcance, protegido por una elegante cortina de Chiqui Tapia.
Recuerdos del futuro: años antes, otro presidente de AFA, Julio Grondona, sellaba un acuerdo económico y político con Cristina Kirchner, entonces presidenta de La República, para recibir en las arcas de la casa matriz del fútbol los millonarios fondos de la televisación del fútbol. Con el despilfarro de los dineros públicos, y con Maradona como mascarón de proa y técnico de la Selección, el fútbol se encaminaba hacia otro fracaso, esa vez en el Mundial de Sudáfrica.
Desde entonces, el kirchnerismo subió a Diego al carro triunfalista con su gloria prestada. Y Diego, es cierto, no mostró desazón alguna para subirse y disfrutar del “pan y circo” de tiempos que quizá creyó eternos. Maradona ya era lo que fue y terminaría siendo: un jugador inmenso, de los mejores de la historia, un ídolo multitudinario y una persona con brochazos groseramente turbios en sus conductas personales, por todos conocidos. Desmesuras que limaron el Cielo que supo pintar en los grandes templos del fútbol mundial. Tan fantástico todo como sus vaivenes políticos.
Lo más probable es que Maradona se haya dejado usar. Lo hizo muchas veces. Ya de pibe, campeón mundial juvenil de 1979, hay fotos que lo muestran con Videla y con Viola. Hasta haciéndole la venia, como conscripto que era, al teniente general Viola, fugaz presidente de la dictadura, entre marzo y diciembre de 1981. Era un adolescente y fue sincero ante una pregunta impertinente para la época: “Y…si me quieren usar políticamente y es para bien del país, que me usen”, se puede leer en la prensa de aquel tiempo. Era más grandecito cuando viajó desde Barcelona, donde jugaba, para visitar a Alfonsín y a Luder, los dos grandes candidatos para el retorno democrático, antes de las cruciales elecciones de 1983. Uno de los dos sería presidente.
Años después, el 21 de julio de 1989, con Menem recién asumido como nuevo mandatario, llegó a jugar un partido con él, ambos con la camiseta de la Selección, en cancha de Vélez. Abrazados y sonrientes, fueron foto compartida en la tapa de El Gráfico. Pícaro, Diego siempre supo gambetearlos a todos, uno por uno. A Menem, aquella vez lo piropeó para la tele: “Lo vamos a apoyar, tenemos esperanza en él para que saque el país de donde está”. También hay fotos que lo muestran con un De la Rúa extrañamente sonriente, sosteniendo ambos una camiseta de Boca con el apellido de Diego en el Dorsal. No decía con cariño, pero se la dio Diego en mano. Más aún: se fotografió con Macri, antes de que fuera “el cartonero”. De modo tal que la fábula del kirchnerismo de hacer de Maradona un ídolo propio, un K de paladar negro, no es más que eso: un oportunismo político de la peor calaña. O más precisamente: una mentira política y una falsedad histórica. Como se quiera.
A propósito, el periodista ultra K Diego Brancatelli, quien suele comparar a Maradona con Messi y abrazar cualquier causa K que ande boyando por allí, descalificó a Leo por al asunto de las dos camisetas a los Milei. Lo hizo hasta el borde de la amenaza: “Cuando esto explote, cuando esto caiga, te vamos a ir a buscar”. También lo conminó a que “ponga huevos” para hacer lo que Leo nunca hizo: alinearse políticamente. Brancatelli dobló la apuesta y, sin necesidad, sacó a Diego de su tumba sin paz: “Diego, te extrañamos. Maradona hace falta en este momento. Maradona haría mucha falta”.
Corre un riesgo la mascota K del periodismo, con Messi todo puede ocurrir, aun con este Messi en plan retiro. El moralista de una fuerza política floja de papeles morales podría sufrir los hamaques que dejaron en ridículo a Gvardiol. O peor todavía, como le pasó a Jérome Boating, aquel gigante defensor del Bayern Munich, a quien en una recordada semifinal de la Champions (Barcelona la ganó 3-0), Leo le “quebró” la cadera antes de marcar un golazo que fue noticia en todo el mundo. Y lo dejó como puede quedar Brancatelli. Sentado de culo.
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