No hay diferencia entre el peso de la futilidad y el desprecio. Es la creencia fundamental de un filósofo que permanece sentado en un bar de Berlín, mientras bebe cerveza y habla con un camarero húngaro. Entonces llega una carta que no esperaba: una fundación desconocida lo invita a Extremadura, en España, para pasar una o dos semanas y escribir algo sobre la región. Lo que sigue a continuación, en una trama tan absurda como de cierta road movie, se expande en un plano que parece subvertir la sucesión de lo real y ampliarse en la imaginación del protagonista, un artefacto que bajo la apariencia de la sencillez deriva en digresiones y desvíos narrativos.
El último lobo, novela breve y de rasgos autorreferenciales, arrancó, de hecho, cuando el escritor húngaro László Krasznahorkai fue invitado por la Fundación Ortega Muñoz a visitar Extremadura.
A diferencia de otros escritores húngaros como Sándor Márai, Agota Kristof o Imre Kertész, la de Krasznahorkai, nacido en 1954, se convirtió en una figura de culto, una suerte de “escritor para escritores” y uno de los más originales de la literatura europea.
Autor de Tango satánico (1985) y La melancolía de la resistencia (1989), llevadas al cine por el extraordinario cineasta Béla Tarr, El último lobo, publicada originalmente en 2009, se conoce ahora en Argentina gracias a la hermosa edición de Sigilo, con traducción de Adan Kovacsics y la ilustración de Sonia Basch.
Maestro húngaro del apocalipsis
Susan Sontag definió a Krasznahorkai, recientemente ganador del Premio Formentor de las Letras, como «el maestro húngaro contemporáneo del apocalipsis», y lo comparó con Gogol y Melville. Él eligió como influencias a Kafka y Thomas Bernhard. Estudió Derecho y Lengua y Literatura húngaras y, después de algunos años como editor, se convirtió en escritor. Abandonó la Hungría comunista en 1987 cuando viajó a Berlín Occidental para obtener una beca.
A principios de los 90, pasó largos períodos en Mongolia y China, y más tarde en Japón. Mientras escribía la novela Guerra y guerra, viajó por Europa y vivió en el piso de Allen Ginsberg en Nueva York. Después de un incesante nomadismo, ahora vive recluido en las colinas de Szentlászló.
El escritor húngaro Laszlo Krasznahorkai, uno de los diez finalistas del Man Booker International Prize 2015, posa para una fotografía en el Victoria and Albert Museum de Londres el 19 de mayo de 2015, antes del anuncio del premio esta noche. AFP PHOTO / ADRIAN DENNIS
Su primera novela, Tango satánico, lo llevó al centro de la vida literaria húngara y sigue siendo su obra más conocida. Otras de sus obras traducidas al castellano son Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (de próxima aparición en Sigilo), Ha llegado Isaías y Y Seiobo descendió a la Tierra.
En 2004 recibió del Gobierno húngaro el Premio Kossuth, uno de los más prestigiosos de su país; en 2015, el Man Booker Internacional, y en abril de 2021, el Premio Austríaco de Literatura Europea.
En El último lobo, escrita con una puntuación laberíntica, entre comas y sin ningún punto, como si fuera el reflejo de una larga reflexión, aparecen el mundo rural de la Europa profunda, la vida de los cazadores y sus presas, la compasión y el lenguaje, el paralelismo entre los seres humanos y los lobos, la atracción casi detectivesca por dilucidar un caso y, en el medio de todo eso, las peripecias de un desencantado escritor que, perplejo frente a lo desconocido, no se entera de nada en Extremadura y deambula medio perdido por otros pueblos de nombres extraños como Alburquerque.
En aquellas derivas tanto narrativas como originadas por su viaje de aventura, el filósofo se obsesiona con la historia de la muerte del último lobo de Extremadura, algo que lo lleva a investigar como si fuera una pesquisa personal.
El hombre, que había sido uno de esos tantos filósofos que había escrito libros prontamente olvidables y que hacía tiempo vivía renegado de su profesión, recibe dinero, un pasaje de avión, un chofer personal y la asistencia de una intérprete que lo ayudará a comunicarse. Aunque cree que la invitación es un malentendido, acepta, sin tener claro sobre qué irá a escribir.
“Detrás de aquel nombre ya no había nadie, no había allí ningún profesor, podía ser que un título de este tipo precediera alguna vez al nombre, pero ese uso había perdido la razón de ser hacía años (…) y cuando escribió unos cuantos libros ilegibles, páginas y páginas con acumulación de frases empachosas, una lógica aplastante, una terminología asfixiante, se descubrió muy pronto que, por supuesto, nadie los necesitaba”, se lee como descripción de un personaje tan perdedor como pesimista.
El escritor húngaro Laszlo Krasznahorkai, uno de los diez finalistas del Man Booker International Prize 2015, posa para una fotografía en el Victoria and Albert Museum de Londres el 19 de mayo de 2015. AFP PHOTO / ADRIAN DENNIS
La contingencia lo lleva a lo insospechado, a visitar esa región desconocida, Extremadura, un territorio enorme y despiadado, desierto, llano, “sin apenas gente, porque la vida allí es durísima, profunda miseria y árido vacío”.
Pensar en una historia entre la hospitalidad de las personas de la fundación, todas sumamente amables y serviciales, que sólo aguardaban a que él, su huésped, dijera o pidiera algo, naufragó bajo el peso de la impotencia.
Pensamiento agotado
“No había sobre qué pensar, el pensamiento se había agotado, pues o bien se remontaba a contenidos previos al pensamiento, de modo que resultaba inexpresable, o bien apuntaba a contenidos posteriores al pensamiento, lo cual también lo obligaba al silencio”, divaga el filósofo, quien en sus últimos años se fue hundiendo en el ostracismo y, a la vez, en la renuncia del lenguaje, mientras la filosofía había dejado de existir entre librerías con “un miserable montón de basura, mera máscara, mero disfraz, mero adorno, simple y repugnante mentira”.
¿Cómo referirse a esa carga que sentía sobre su pecho, cómo aclarar que desde que había dejado de pensar y había profundizado, por tanto, en las cosas, había comprendido que “todo cuanto percibimos de la existencia no es más que el monumento a la futilidad”?
La idea del mundo como condenación y como hedor no impide, sin embargo, que el filósofo pueda romper su misantropía y se interne, así, en los misterios de quién fue el último lobo al tiempo que se encuentra con agentes forestales, intérpretes, conversaciones inesperadas y visitas enigmáticas entre frases como “el amor de los animales es el único amor que el hombre puede cultivar sin cosechar desengaño”.
Con una Extremadura que se aloja definitivamente “en su gélido, vacío y retumbante corazón y que desde entonces, cambiando el final, reescribía en su cabeza una y otra vez, día tras día”.
El último lobo, de László Krasznahorkai (Sigilo).