En los allanamientos policiales suelen hallar dinero en efectivo, celulares, joyas, drogas o armas, pero nunca un Código Penal. Los ladrones no leen el Código Penal.
No salen a robar pensando en cambiar la modalidad del delito porque si aprietan el gatillo tienen una pena, pero si no lo aprietan tienen otra.
El Código Penal -indispensable para describir los delitos y ordenar sus penas de acuerdo a un reflejo social- no es una receta inmediata contra la inseguridad, por más año electoral que venga.
Nunca aumentar las penas de los delitos ha impedido, por sí solo, que esos delitos se sigan cometiendo: según el programa Uniform Crime Reporting del FBI, de los 10 estados con mayor tasa de crímenes violentos en los Estados Unidos, seis tienen pena de muerte.
¿Eso disuade a los que van a delinquir? Parecería que no.
Acá se subieron las penas hasta los 50 años de prisión durante el paquete de las “leyes Blumberg”, en 2004. Desde entonces, los delitos no han parado de crecer.
En esos 20 años nacieron, crecieron y se reprodujeron los motochorros como estereotipo de robo urbano violento.
Y no hay aumento de pena que disuada a un par de adolescentes desquiciados de salir a matar por un celular, una bicicleta o porque sí.
Sigue pasando todos los días.
Ahora bien, si corremos el foco de la falsa ilusión acerca de que la gente va a estar más segura en su vida diaria, la reforma del Código Penal argentino es indispensable para ordenar un texto que tiene dos récords difíciles de igualar en el mundo.
El primero es que el Código actual es de 1921, cuando nació Piazzolla, Charles Chaplin estrenaba El chico y los arqueólogos estaban cerca de hallar la tumba de Tutankamón, en Egipto.
En “este” código, por ejemplo, se castiga a quien se bata a duelo y a quien les tire piedras a los tranvías.
El segundo es que el nuevo proyecto de reforma -que el presidente Milei podría anunciar en su discurso del 1° de marzo- es el intento número 19 por actualizarlo.
Esto dispara dos preguntas inmediatas.
¿Las penas de los delitos nos importan en serio, o sólo durante hechos conmocionantes o en años electorales?
Y además, ¿qué ganamos con escribir lo que después nunca se cumple?
De cada 100 causas penales iniciadas, menos de 5 llegan a juicio oral.
El nuevo proyecto de reforma del Código Penal contempla llevar los 316 artículos actuales a 540, actualizando los delitos e incorporando más de mil leyes especiales al texto principal, como la ley de drogas.
La comisión técnica que redactó el trabajo -diez juristas coordinados por el juez de Casación Mariano Borinsky- se reunieron cuatro veces a la semana durante seis meses y consiguieron consensuar los cruciales artículos 13 y 14: no podrán obtener la libertad condicional los presos condenados por delitos graves.
Es una demanda social que sí podrá enarbolarse en la campaña y que expondrá en el debate parlamentario a quienes se opongan: una cosa es que el Código Penal no sirva para prevenir el delito cotidiano en las calles -una tarea de las políticas de seguridad y de contención social- y, otra muy diferente, que sea “blando” con los condenados más peligrosos.
Sería una herramienta para fogonear el contraste entre “el que las hace las paga” del gobierno contra el «garantismo kirchnerista» de Zaffaroni.
Hay otra cara menos conocida que llevaría al Gobierno a considerar la sanción de un nuevo Código Penal como necesaria y urgente: los estándares internacionales que miden la eficacia de los países en la persecución contra la corrupción, el terrorismo y el narcotráfico.
Organismos como la OCDE o el GAFI influyen sobre el crédito internacional y una ley obsoleta podría terminar afectando en la economía y los mercados, un frente que el Gobierno se obsesiona con mantener estable.
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Héctor Gambini
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