El presidente Javier Milei tomó la decisión de seguir el ejemplo del presidente Donald Trump y anunciar la salida de Argentina de la Organización Mundial de la Salud (OMS), tal como Trump lo hizo en 2020 y volvió hacer recientemente. Veamos algunos aspectos que suelen pasarse por alto en un análisis más profundo.
Cuando la OMS se fundó en 1948, el sistema de salud global era muy diferente al de hoy. Actualmente, existen muchas otras organizaciones influyentes, como el Banco Mundial, el BID y fundaciones como la de Bill y Melinda Gates. También hay instituciones especializadas con más financiamiento y capacidad técnica, como GAVI (que se enfoca en vacunas) y el Fondo Global (que lucha contra la tuberculosis, la malaria y el VIH), además de agencias nacionales poderosas como los CDC de EE.UU. o China.
El problema de la OMS ha sido su dificultad para adaptarse a este nuevo panorama. Una de las razones es su modelo de gobernanza, que la obliga a cumplir un doble rol: actuar como una agencia técnica y, al mismo tiempo, como una institución política. Esta estructura limita su capacidad de acción y reduce su impacto.
La OMS cuenta grandes logros como su rol en la eliminación de la viruela, la lucha contra la tuberculosis, el Convenio Marco de Lucha contra el Tabaco o el Reglamento sanitario Internacional; pero también ha tenido fracasos estrepitosos como la ultima pandemia de COVID, la previa de 2009 con el H1N1 o lo que ocurrió con el virus del Ébola en África entre 2014 – 2016 y que costó más de 11.000 vidas. Gran responsabilidad en ello fue un pobre liderazgo.
En este sentido, la organización tuvo grandes líderes, como el danés Halfdan Mahler o la noruega Harlem Gro Brundtland, pero después de esta última, la organización entró en declive. La falta de visión de sus últimos directores generales y los conflictos de interés en su financiamiento han llevado en gran medida a la situación actual.
Veamos este último punto: el presupuesto de la OMS proviene de las cuotas que pagan los países miembros, pero en su mayoría (más del 80%) depende de “contribuciones voluntarias”. Estas donaciones, en su mayoría, están condicionadas, lo que significa que la OMS no tiene libertad para decidir cómo usarlas, ya que los donantes determinan su destino. Además, casi el 70% del presupuesto se gasta en el mantenimiento de sus 147 oficinas en distintos países y sus 6 sedes regionales, lo que reduce aún más los fondos disponibles para otros fines.
Otro tema polémico son los conflictos de interés, tanto reales como percibidos, en los que la OMS ha estado involucrada. Un ejemplo claro fue cuando el actual director general, Tedros Adhanom, nombró como “Embajador de buena voluntad” al dictador de Zimbawe Robert Mugabe poco después de asumir el cargo. La decisión generó tanto rechazo que tuvo que ser retirada, dejando en evidencia una grave falla en el criterio y la gestión de la organización.
Entonces, ¿qué hacer con la OMS? La solución más lógica no parece ser eliminarla, sino redefinir su papel en el contexto global actual. En un mundo altamente conectado, donde la cooperación internacional es más ágil y los mejores expertos pueden comunicarse rápidamente, es momento de replantear la función de la OMS para que se adapte a la nueva realidad.
Esos procesos son largos, complejos y engorrosos, mucho de ello por la resistencia de las burocracias que defienden sus privilegios a ultranza mientras los problemas de la salud permanecen. Si bien no es lo mejor irse de la OMS, la decisión del presidente Milei encuentra justificativos que la misma OMS se encargó de poner en su manos.
Diego Bernardini es Profesor Titular Medicina (UNMDP), Doctor en Medicina, Universidad de Salamanca.
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