Era una tarde calurosa en el oasis de El Oued. En el corazón del Sahara argelino, la luz del sol se reflejaba en las arenas mientras un grupo de beduinos observaba con recelo a un joven árabe que fumaba un cigarro bajo la sombra de una palmera.
Vestido con un burnous y un turbante ajustado, el muchacho parecía un viajero cualquiera. Pero había algo en su porte que intrigaba: su manera de hablar árabe, impecable pero con un leve acento extranjero, y sus ojos claros, que transmitían más historias de las que podía contar.
Ese joven era, en realidad, Isabelle Eberhardt, una mujer suiza que había abandonado los salones burgueses de Ginebra para perderse en el misterio y la libertad del desierto africano.
Isabelle no era como las demás mujeres de su tiempo. Vestida como varón, convertida al Islam, su espíritu desafió todas las convenciones de género, raza y clase. Era una escritora prolífica, una exploradora incansable y una rebelde que incomodó a los colonizadores franceses.
Su corta vida, marcada por aventuras y tragedias, dejó un legado literario y cultural que sigue fascinando más de un siglo después.
Isabelle Wilhelmine Marie Eberhardt nació el 17 de febrero de 1877 en Ginebra, en el seno de una familia poco convencional.
Su madre, Nathalie Moerder, era hija ilegítima de una aristócrata alemana y un judío ruso; su padre, Alexandre Trophimowsky, era un anarquista armenio y antiguo sacerdote ortodoxo convertido en ateo.
Isabelle Eberhardt se fue a vivir a Argelia para viajar por el desierto y contarlo en notas y libros. / Archivo Clarín
Fue Trophimowsky quien marcó profundamente la educación de Isabelle, formándola en filosofía, literatura, idiomas y ciencias. Pero, sobre todo, desde pequeña, Isabelle aprendió a cuestionar las normas sociales y a cultivar un espíritu independiente.
La familia, marcada por el escándalo y las tensiones, vivía en una relativa pobreza a pesar de contar con ingresos del fallecido esposo de Nathalie.
Isabelle creció leyendo autores como Tolstói, Rousseau y Baudelaire, y soñando con escapar de la rígida sociedad ginebrina.
Fascinación por el desierto
Su imaginación fue alimentada por las cartas de su hermano Augustin, quien había huido a Argelia para unirse a la Legión Extranjera Francesa. Fascinada por los relatos sobre el desierto y los beduinos, Isabelle comenzó a estudiar árabe y a escribir cuentos inspirados en la vida en el Magreb.
En 1897, tras la muerte de su padre, Isabelle tomó una decisión audaz: junto a su madre, partió hacia Argelia, buscando un nuevo comienzo. Allí, empezó su transformación. Se instaló en Bône (actual Annaba) y rápidamente adoptó el estilo de vida árabe. Vestía como hombre para moverse con libertad en una sociedad que restringía a las mujeres.
Además, se convirtió al Islam, tomando el nombre de Si Mahmoud Saadi. Aunque su conversión fue en parte práctica -para integrarse más fácilmente a la cultura local-, también mostraba una profunda afinidad espiritual con la filosofía fatalista del Islam.
De esta forma, el desierto se convirtió en su hogar y en su inspiración. Isabelle exploró los rincones más remotos del Sahara, a menudo viajando sola o acompañada de nómadas.
Su vida estaba llena de contradicciones: por un lado, adoptó la identidad árabe y vivió como uno de ellos; por otro, trabajó como corresponsal para un periódico francés, Al-Akhbar, donde escribió sobre las costumbres y las luchas de los pueblos beduinos, muchas veces criticando la opresión colonial.
Isabelle creía en un Magreb libre, pero también colaboró ocasionalmente con las autoridades francesas como traductora y mediadora, ganándose tanto admiradores como enemigos.
Durante sus viajes, Isabelle no solo buscaba experiencias e información, sino también personajes. Se relacionó con líderes sufíes, comerciantes, legionarios y campesinos, conociendo sus historias para volcarlas en sus relatos.
Entre sus obras destacan cuentos como Yasmina, que explora los amores imposibles entre culturas, y la novela inconclusa Trimardeur (El Vagabundo), donde narró su propia vida nómada.
Isabelle Eberhardt se enamoró del Sahara. / Archivo Clarín
En 1901, Isabelle sobrevivió a un episodio que parecía sacado de uno de sus cuentos. Mientras asistía a una reunión sufí en Behima, un hombre armado con un sable la atacó, hiriéndola gravemente en el brazo.
Aunque el agresor, Abdallah ben Mohammed, alegó que “Dios lo había ordenado”, Isabelle sospechó que el ataque había sido instigado por agentes franceses o por un líder religioso celoso de su creciente influencia en la comunidad musulmana.
Tras semanas de recuperación, Isabelle mostró una extraordinaria resiliencia: no solo perdonó a su atacante, sino que declaró en su juicio que no deseaba que lo ejecutaran, mostrando una magnanimidad que desconcertó a sus contemporáneos.
Ese mismo año, Isabelle se casó con Slimane Ehnni, un oficial argelino de los spahis (caballería indígena al servicio de Francia).
Su relación fue apasionada pero compleja. Aunque Isabelle buscaba libertad y movimiento, Slimane soñaba con una vida tranquila y estable. A pesar de estas diferencias, el matrimonio le permitió a Isabelle regresar a Argelia después de haber sido expulsada por las autoridades coloniales.
Sin embargo, la vida no fue fácil. La pareja vivía en la pobreza, y tanto Isabelle como Slimane sufrían de problemas de salud recurrentes, en su mayoría malaria. Isabelle continuó escribiendo para Al-Akhbar, pero su producción era irregular debido a su frágil estado físico y su vida errática.
En octubre de 1904, Isabelle y Slimane se instalaron en un refugio en Aïn Séfra, un asentamiento en el borde del desierto. El 21 de octubre, una repentina inundación arrasó la zona. La casa donde se alojaban fue destruida por las aguas. Slimane logró sobrevivir, pero Isabelle fue hallada muerta, aplastada bajo un madero. Tenía solo 27 años.
La tragedia de su muerte, tan abrupta y violenta como su vida, selló su destino como una figura legendaria.
Afiche de un filme sobre la vida de Isabelle Eberhardt. / Archivo
Su amigo y protector, el general Hubert Lyautey, supervisó su entierro en el cementerio musulmán de Sidi Boudjemâa, donde una lápida en mármol recuerda su vida y su adopción de la cultura árabe.
Tras su muerte, sus manuscritos fueron rescatados y publicados por Victor Barrucand, quien reconstruyó su obra a partir de fragmentos dañados por la inundación. Aunque algunos críticos han cuestionado la autenticidad de estas ediciones, el impacto literario y cultural de Eberhardt es innegable.
Hoy, es recordada una pionera en muchos sentidos: como escritora, exploradora, feminista y defensora de los pueblos colonizados.
Su vida desafiaba las normas de su tiempo, desdibujando las líneas entre géneros, culturas y clases. Su legado vive no solo en sus textos, sino también en las calles de Argel y Béchar que llevan su nombre, y en las historias de aquellos que, como ella, encuentran libertad en los márgenes del mundo.
En un siglo marcado por el colonialismo, Eberhardt eligió un camino distinto: no conquistar, sino pertenecer. Su historia nos recuerda que, a veces, las vidas breves son las que dejan las huellas más profundas.
E.M.
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