Cuando en un pleito los abogados encuentran dilaciones o trabas burocráticas, suelen decir “no estamos litigando contra la otra parte, sino contra el juzgado”. Como fue pronosticado desde estas mismas líneas en el editorial del 5 del corriente mes, titulado “Traspaso de los tribunales ordinarios: el putsch de la Corte”, eso es lo que ha comenzado a ocurrir en el seno mismo del Poder Judicial de la Nación merced a las consecuencias del fallo Levinas de la Corte Suprema, y en una dimensión inusitada. Los que “litigan entre sí” son ahora solamente los jueces.
La Corte había ordenado que los casos resueltos por la cámara de apelaciones de los tribunales nacionales llamados “ordinarios” (los que están ubicados en la capital de la República, pero que no tienen competencia federal) deben pasar por el Superior Tribunal de Justicia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (STJ), al que debe considerarse el “superior tribunal de la causa” aunque integra, como es obvio, otro Poder Judicial. Esa doctrina fue fijada de manera irrevisable para, además del de Levinas, otros casos que la Corte identificó.
Que los miembros de un tribunal inferior “denuncien” que la Corte Suprema de Justicia de la Nación se inmiscuyó ilícitamente en lo que no debía trastoca gravemente todo el orden institucional
Después, dictaron fallos plenarios, que son los que firman todas las salas que los integran, en el sentido opuesto a la doctrina que acababa de sentar la Corte.
Es cierto que, como indican los jueces que los firmaron, la propia Corte ha establecido que la doctrina de sus fallos no es de aplicación obligatoria en casos distintos de los resueltos si los tribunales inferiores agregan argumentos no tratados en el precedente. Eso permitió que las cámaras fallaran al revés en los fallos plenarios que ellas mismas decidieron organizar. Como difícilmente pueda existir una doctrina que no admita algún nuevo argumento, aprovecharon esa “rendija” para desconocer la doctrina de Levinas sin que pueda acusarse a sus jueces de desobediencia ni de “rebelión judicial” alguna contra la Corte.
La cuestión no concluyó allí. Con posterioridad, la Corte resolvió sostener su decisión rechazando todos los planteos que buscaban frenar el traspaso de las causas y se conoció la noticia de que el TSJ comenzó a analizar el expediente de la quiebra del Correo Argentino y que resolvió 8 de las 14 causas que le había enviado el alto tribunal.
Volviendo a la decisión de las cámaras, dos circunstancias empañan y debilitan los argumentos que puedan tener para resolver como lo hicieron.
Los ciudadanos que pagan con sus impuestos los recursos de la Justicia no pueden más que sentirse atónitos, desamparados frente a lo que sucede
La primera, la indisimulable razón que tienen sus integrantes para fallar así: más allá de sus consecuencias prácticas, Levinas significa un empujón de la Corte para que los legisladores cumplan con la obligación constitucional de transferir las competencias de los tribunales nacionales ordinarios al Poder Judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y a eso los jueces nacionales vienen oponiéndose de una manera tan cerril como pobremente justificada. Dedican un extenso capítulo del plenario a repasar su postura gremial respecto de cómo entienden la garantía de su inamovilidad.
La segunda es la actitud de explayarse de manera innecesaria y del todo irrespetuosa para indicarle a la Corte Suprema que se ha extralimitado en sus competencias constitucionales, que ha hecho lo que no debía hacer, que no siempre ha tenido las mismas posturas (algo que es de la esencia de la evolución jurisprudencial), todo lo cual reconocen que no integra “los argumentos sobre el fondo de la cuestión”. Lo único a que la Cámara debía dedicar su atención era, por si hiciera falta aclararlo, el fondo de la cuestión.
Dado que los propios jueces civiles indican que marcarle ese “error” a la Corte no es relevante para resolver como lo hicieron (como si lo hicieran “de paso, ya que estamos”), descalificar a su tribunal superior no ya por cómo falló, sino por aquello a lo que resolvió avocarse, no es solamente una inadmisible falta de respeto, sino también una gravísima anomalía institucional que no tiene precedentes.
Los jueces tienen en sus manos acaso la que sea la última oportunidad para demostrar su verdadero compromiso con la sociedad
Guste o no, así como “la ley es lo que los jueces dicen que es”, en nuestro sistema es la Corte la que interpreta cuál es el reparto de las competencias que establece la Constitución, incluidas las propias (por eso mismo es tan relevante a quiénes nombren los dirigentes políticos para ocupar esos únicos cinco asientos). Y en el caso Levinas –en el que el TSJ porteño acaba de rechazar un recurso de queja interpuesto por el demandado porque a su criterio la cuestión no involucra materia constitucional, por lo que Levinas tendrá que presentar otro extraordinario federal ante ese mismo tribunal–, la Corte sí resolvió que podía, en realidad que debía, resolver determinado conflicto de competencia. Que los miembros de un tribunal inferior “denuncien” que la Corte se inmiscuyó ilícitamente en lo que no debía trastoca todo el orden institucional.
Sutilezas jurídicas aparte, este inverosímil espectáculo de un Poder Judicial, el de la Nación, que ahora se dedica a “litigar contra sí mismo” vuelve a demostrar la endogamia de los líderes del sistema y su impermeabilidad a todo lo que signifique prestar atención a las necesidades de los ciudadanos.
Por ejemplo, la Cámara Civil pareció bromear cuando señaló en su plenario que se disponía a resolver como lo hizo para “conservar un adecuado servicio de justicia”. Además de esa referencia vacía, en 57 páginas solamente hay una mención a la intención de “mejorar el servicio” y es usada para justificar un pedido de más recursos, el principal punto de agenda que suelen mantener los jueces cada vez que se les reclama un mejor desempeño. Cualquiera sabe que si los procesos, las estructuras y los mecanismos de ingreso y promoción no están bien diseñados, más recursos solamente sirven para que más personas hagan más cosas de manera ineficiente.
Los ciudadanos que deberán esperar aún más tiempo la resolución de sus problemas y que pagan con sus impuestos esos recursos miran atónitos. Los jueces tienen en sus manos acaso la que sea la última oportunidad para demostrar un verdadero compromiso con la sociedad.
Valga como alerta el resultado del Índice de Confianza en la Justicia recientemente publicado por el Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia (Fores) y la Universidad Torcuato di Tella (UTDT).
Ese indicador revela que tres de cada diez personas prefiere no recurrir a la Justicia para resolver una cuestión de convivencia, es decir, rechaza echar mano del camino civilizado que existe, ya sea para no hacer nada, resignándose a seguir padeciendo sus problemas o, lo que sería más grave, intentando dirimirlos mediante métodos tan inaceptables como peligrosos.
Eso no ocurriría si los ciudadanos confiaran en la Justicia y si los funcionarios judiciales los tuvieran como una prioridad.