Los edulcorantes artificiales están siendo agregados a un número creciente de alimentos para reducir su contenido de azúcar, manteniendo el sabor agradable. Pero una cantidad cada vez mayor de investigaciones sugiere que estos edulcorantes no nutritivos no siempre son una opción más saludable y segura. Entonces, ¿cuál es la mejor alternativa si queremos consumir alimentos dulces sin los perjuicios del azúcar?
Los edulcorantes artificiales fueron desarrollados originalmente como sustancias químicas para estimular nuestro sistema sensorial del sabor dulce. Al igual que las moléculas de azúcar, estos edulcorantes actúan directamente en los sensores del gusto en la boca. Envían una señal nerviosa al cuerpo de que una fuente de carbohidratos fue consumida, indicando al organismo que debe descomponerla y usarla como energía.
En el caso del consumo de azúcar, esto también estimula nuestro sistema dopaminérgico: la parte del cerebro responsable de la motivación y la recompensa, vinculada al deseo de consumir azúcar.
Desde una perspectiva evolutiva, esto significa que estamos biológicamente programados para buscar alimentos ricos en azúcar como fuente de energía para garantizar nuestra supervivencia. Sin embargo, el consumo excesivo de azúcar está ampliamente asociado a problemas de salud, como trastornos metabólicos que pueden llevar a obesidad y diabetes.
De forma similar, cuando los edulcorantes artificiales —y no el azúcar— provocan esa estimulación, hay evidencia creciente de desequilibrios metabólicos similares. Esto ocurre a pesar de que los edulcorantes artificiales no parecen estimular el sistema de dopamina.
De hecho, un estudio publicado a comienzos de este año mostró que, dentro de las dos horas posteriores al consumo de sucralosa (en una cantidad equivalente a dos latas de gaseosa con azúcar), los participantes presentaron una mayor respuesta fisiológica de hambre. La investigación midió el flujo sanguíneo hacia el hipotálamo, la región del cerebro que controla el apetito. Se observó que la sucralosa aumentó el flujo sanguíneo en esa área.
Estudios también demostraron que los edulcorantes pueden estimular las mismas neuronas que la hormona del apetito, la leptina. Con el tiempo, esto puede elevar nuestro umbral de saciedad, es decir: necesitamos comer más para sentirnos satisfechos. Esto sugiere que el consumo de edulcorantes artificiales nos deja más hambrientos y puede llevarnos a consumir más calorías.
Y no termina ahí. Un estudio realizado durante 20 años, encontró una relación entre el consumo de edulcorantes y un mayor acúmulo de grasa corporal. Curiosamente, el estudio halló que las personas que consumían regularmente grandes cantidades de edulcorantes (equivalente a tres o cuatro latas de gaseosa dietética por día) tenían una incidencia casi 70% mayor de obesidad en comparación con quienes consumían cantidades mínimas (media lata por día).
El estudio también consideró esta respuesta como independiente de la cantidad de calorías consumidas diariamente por los participantes. Para comprobarlo, los investigadores analizaron cuestionarios alimentarios con datos autodeclarados, pero también aplicaron un sistema de codificación nutricional para validar la ingesta. Los resultados sugieren que los edulcorantes artificiales podrían favorecer el aumento de grasa corporal, sin importar qué alimentos los acompañen.
Un estudio publicado este mes también descubrió que el consumo diario de bebidas endulzadas artificialmente está positivamente correlacionado con la incidencia de diabetes tipo 2. Pero, dado que estas bebidas contienen diversos aditivos —como acidulantes, colorantes, emulsionantes y edulcorantes—, no se sabe si la asociación puede atribuirse exclusivamente a los edulcorantes.
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Lo que hay que saber
Entonces, ¿hay que abandonar por completo los edulcorantes? Tal vez no. Existen muchos estudios que alimentan la controversia, mostrando que la sustitución del azúcar por edulcorantes artificiales a corto plazo reduce el peso corporal y la grasa.
Numerosas investigaciones también indican que el consumo de edulcorantes no se asocia con el desarrollo de diabetes ni con indicadores como la glucemia en ayunas o los niveles de insulina. Sin embargo, muchos de estos estudios se realizaron en períodos relativamente cortos (hasta 12 meses) y solo compararon a personas que consumían edulcorantes frente a quienes consumían azúcar. Esto vuelve confusa la decisión sobre qué camino seguir.
Para abordar esta cuestión, este mes el Comité Asesor Científico en Nutrición (SACN, por sus siglas en inglés), que asesora al gobierno del Reino Unido en temas de nutrición, publicó un informe sobre el uso de edulcorantes sin azúcar. Fue una respuesta a la Organización Mundial de la Salud (OMS), que sugirió evitar los edulcorantes como método de control de peso por su asociación —aunque débil— con riesgos de obesidad y diabetes tipo 2.
El SACN concluyó de forma similar que el consumo de edulcorantes sin azúcar debería minimizarse, especialmente en niños. Pero también afirmó que la ingesta de azúcar en general debe reducirse. Y ahí está el punto clave. Los edulcorantes artificiales pueden tener efectos negativos para la salud, pero ¿son tan dañinos como el azúcar? La abrumadora literatura sobre los efectos del exceso de azúcar sugiere que no, aunque nuestra comprensión sobre los edulcorantes todavía es limitada.
Se necesitan más investigaciones para entender mejor los efectos de los edulcorantes artificiales. Actualmente está en marcha un trabajo para compilar una base de datos con todos los ensayos clínicos relacionados, lo cual permitirá tener un panorama más claro y definir dónde hacen falta más estudios.
Hasta entonces, ¿qué hacer si nos gusta lo dulce? Lamentablemente, como ocurre con muchas cuestiones de nutrición, lo ideal es consumir edulcorantes artificiales con moderación.
Todavía no existen directrices claras sobre qué cantidades deberíamos consumir o evitar. Pero una de las recomendaciones del reciente informe del SACN es que la industria etiquete claramente la cantidad de edulcorantes artificiales presentes en alimentos y bebidas.
Las autoras del artículo, Havovi Chichger y Caray A. Walker, son profesoras de Ciencias Biomédicas y Microbiología en la Universidad Anglia Ruskin, Reino Unido