Un poco por la incipiente sequía en el Medio Oeste, y otro poco por cierto aire de distensión en la controversia entre Trump y Xi Jingpin por los aranceles, los precios de la soja en Chicago estuvieron en alza en los últimos días. Aquí, al retomar ritmo la cosecha, aumentó fuerte el ritmo de entregas de maíz y soja.
Y también las ventas, naturalmente. Con la consiguiente necesidad de liquidación de divisas, los del campo se quieren sacar el sayo: “nosotros no somos los que traemos los dólares, son los exportadores”. Sentencia infantil: el que las trae es su cliente, que solo las va a ingresar si hay algo para comprar. Así que todo es el mismo barco. Avancemos.
El nuevo régimen cambiario, tras la incertidumbre inicial y los feriados de Semana Santa, se consolidó y entramos en una nueva normalidad. Es lo que Caputo y Milei tendrían que haber sabido explicar al FMI: “tengan paciencia que los dólares están”. Es un sonoro éxito del Gobierno, que advertirá ahora la necesidad de un poquito de paciencia para que todo fluya. Los tiempos de la macro no tienen nada que ver con el flujo productivo y comercial del agro.
Por eso fue inútil y contraproducente haber presionado para que anticipen sus ventas. Y quedaron al límite del ridículo los analistas que le gritaban el gol en la cara a los productores que no vendían, mientras veían caer los precios del dólar aquí y de la soja en Chicago.
Bueno, los productores tuvieron algo de razón. Más allá de que todavía no habían empezado a cosechar (apenas se recolectó el 5% de la soja), la realidad es que esta semana subió un 8% en Chicago. Nada es definitivo, y los árboles no crecen hasta el cielo, pero lo que esto indica es que el comercio de granos no es para improvisados. Hace años que la vanguardia opera con coberturas en los mercados de futuros. Aquí ya no quedan tontos con plata.
Pero digamos todo. La unificación cambiaria es un gran paso adelante. Pero para el sector agropecuario lo principal es mejorar la ecuación insumo producto. Y esto no se hace con la convergencia: la mayor parte de los costos corrían también por el dólar oficial. En otras palabras, lo que el campo compraba se pagaba con el mismo dólar con el que vendía. Ahora eso queda igual, con lo que no hay impacto (ni positivo ni negativo) en la ecuación tecnológica.
Ahora pasa a primer plano el gran dislate de las retenciones. Operan como un palo en la rueda giratoria de la producción agropecuaria. Un mecanismo por el cual el Estado se queda con la mayor parte de la renta generada ya no por el recurso (suelo y clima) sino por la inteligencia aplicada, incluyendo la artificial, que ayuda a optimizar lo que crea la ciencia.
Entonces, la mala noticia para el campo no es que después del 30 de junio los derechos de exportación de la soja vuelven al 33%, y los del maíz y el trigo al 12%. La mala noticia es que el Gobierno sigue pensando en sostenerlas en el tiempo, aún sosteniendo que “son un robo”. En esta ocasión, un robo que impacta sobre el flujo futuro.
Estamos entrando en la campaña de trigo y cebada. Sería fantástico un anuncio, ya, de la eliminación de los derechos de exportación a partir de noviembre. No tendría impacto fiscal alguno porque la cosecha vieja ya se fue. Y el “sacrificio” futuro será más que compensado con la cascada de ingresos que se desencadenaría desde ahora.
La respuesta del trigo a la tecnología es muy elástica. Hay una enorme dispersión (brecha) en los rindes entre los de punta y el montón. Rindes de 8 o 9 mil kilos contra una media nacional de menos de 3 mil. Más allá de la diversidad ambiental, acortar este “gap” en 6 millones de hectáreas (que podrían ser muchas más) pueden significar 5 millones de toneladas extra. Más de mil millones de dólares a fin de año.
En quince días tendremos el Simposio de Fertilizar, en Rosario, donde esto estará en el centro de la mesa. A fin de mayo, el congreso de Maizar. Grandes oportunidades para anunciar una nueva era.