Es verano. El cielo está encapotado, sin nubes. Ella arranca el trote a ritmo lento. Antes de llegar a Salguero empieza a sentir el esfuerzo en las piernas. Por lo general ahí se encuentra con Nadia. Lo correcto sería decir que su amiga la espera. Siempre que viene por Salguero la distingue de lejos. No puede estar quieta y va y viene de una esquina a la otra para ir calentando el cuerpo. La reconoce de inmediato porque en su juventud Nadia fue bailarina del Colón y su columna es recta como el mástil de un barco.
La cuestión es que ese día Nadia no aparece. Su ausencia hace que la idea de trotar le cueste. Cuando llega al lago le falta el aire. Está dando la segunda vuelta cuando ve a su ex venir en sentido opuesto. Se paran en la entrada del Rosedal. Ella nota que él tiene la misma remera que le regaló en el último cumpleaños que compartieron juntos. “Hola, mi amor” dice ella. Como estuvieron casados durante veinticinco años, se siente con ciertos derechos. Ella no le saca los ojos de encima a la remera: la había comprado en una liquidación y la mancha de lavandina seguía en el mismo lugar. Continúan trotando juntos. Al pasar por el Sívori él le dice: “Creo que lo nuestro terminó cuando no quisiste el canario”.
“Es posible -dice ella- pero no soporto ver a un animal enjaulado”.
Al llegar al puesto de alquiler de bicicletas ella le propone detenerse un momento para estirar los músculos. Un chico pedalea con entusiasmo, formando una olitas en el agua. Los patos nadan en la orilla opuesta
El ex pone una pierna encima de la barra. “Algo que me gustaba eran nuestros desayunos los domingos”, dice mientras se masajea el gemelo. “Me quedaba en la cama mientras preparabas las tostadas. El olor que venía de la cocina era delicioso”. Ella está sorprendida. Él siempre se quejaba porque no encontraba las pantuflas. El café estaba demasiado caliente o demasiado frío. O porque no colaba el jugo de naranjas. Ella espiaba por la ventana y veía pasar parejas con vasos de café y medialunas de Starbucks. “Nunca comprabas facturas”, dice ella. “Te daban acidez”, dice él. Los patos salen del agua y caminan en dirección a una mujer que les tira galletitas. “Cuando fuimos a las sierras no quisiste subir a la aerosilla”, dice él, “te quedaste leyendo en la confitería”. “Una de Stephen King, no podía largarla”, dice ella. “Y ese verano en Gesell…”. Vos nunca querías nada.
Ella siente una daga en medio de la panza. A lo largo de veinticinco años él había tenido la costumbre de hacer esos comentarios que, como una sopapa, se abren desde el oído, bajan por la garganta y llegan al estómago. Los dos terminan de estirar. Se despiden. Si hubiera estado Nadia, piensa ella, lo habría saludado como a un viejo conocido y seguiría como si nada, riéndose de los años que tenía la remera. Trata de concentrarse en la respiración. Para correr hay que olvidarse. Después de todo ella desea algo. Quiere correr alrededor del lago.
Sobre la firma
María Inés Krimer
Escritora
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