Encuentro de Julio. Era el 12 de febrero de 1984 y las radios perezosas del domingo dieron la noticia de la muerte de Julio Cortázar. Agarré lo que pude que fuera del gran escritor de nuestras vidas, el cronopio que nos enseñó a mirar por las rendijas de la literatura, y me fui al periódico a buscar reacciones, a encontrarme con el pasado para decir, a través de El País, que ya no estaría más en esta tierra el autor de Rayuela.
Lo había conocido años en 1972 cuando él cruzaba, cuidando el paso como si se fuera a caer como árbol sobre los adoquines de la Plaza de la Bolsa en Ámsterdam. Cuando lo vi tal como era, tan elegante, le grité a un amigo fotógrafo, Carlos A. Schwartz, que por allí venía Cortázar.
Ninguno de los dos sabía que se podría cruzar en ese viaje el autor de nuestras vidas como lectores. Había dos inevitables lugares de la literatura a la que nos sentíamos inclinados, uno era Cortázar, naturalmente, y otro era Guillermo Cabrera Infante, el escritor cubano al que no conocíamos y que vivía en Londres, exiliado, con su mujer, la actriz Miriam Gómez.
Carlos se acercó sin cámara y Cortázar paró como si lo detuviera un imán. Estuvimos hablando hasta que él alegó prisa o jaleo, y nos fuimos como si un celaje llamado Julio hubiera simulado estar con nosotros en la Plaza de la Bolsa en Amsterdam.
Después de eso hablábamos del gran escritor como de un primo próximo. Y, claro, el autor de aquel libro memorable, que nos hizo a todos sus lectores hijos de la noche, como si la noche fuera también de día, no sabía de nosotros nada más que lo que pasó ese ratito, y ni eso: éramos admiradores de su historia, y de sus historias, de su estatura y de su modo de caminar, de tocar el clarinete o de mirar, lo veíamos en las fotografías que fueron convirtiéndolo, para nosotros, en el objeto eterno de una pasión: su literatura.
Unos días después le envié a su dirección (1, rue Le Perón) de París el resultado de la conversación que habíamos tenido. Y después me atreví a buscarlo por teléfono. En esa calle había muchos nombres propios, pero ninguno era el suyo, así que los iba a llamar a todos, empezando por el apellido de un médico interno de hospital…
Cuando al otro lado me respondió, “oui, je sui Julio Cortázar”, sentí que el mundo era más chico que París. A él le había sorprendido que con tan poco material yo hubiera hecho una página en mi periódico; quedamos para otro tiempo, u otras coincidencias, porque él me anunció que se iba a Turquía. Años después, ya roto por la muerte de su último amor, Carol Dunlop, apareció por Madrid, volviendo de Nicaragua. Él ya estaba enfermo del mal del que murió, un contagio de sida de aquellos tiempos, pero estaba por publicar con Mario Muchnik su libro Nicaragua violentamente dulce y recaló primero en el hotel Suecia de Madrid, donde ya lo entrevisté en persona, y después en el molino que tenían los Muchnik cerca de Segovia…
Después vino esa noticia de la muerte, aquel domingo del que tengo ya el recuerdo. Ni entonces ni durante mucho tiempo entre nosotros habitó la certeza de que aquel hombre que había escrito Rayuela, así como el legendario Historias de cronopios y de famas era, además, un poeta, ejerciendo de tal, volando como poeta para dejar escrito en el suelo de su tristeza (y de su miedo a la muerte) la pasión por ser a la vez el que estaba y el que se iba.
Poesía de Julio. Esa poesía fue amaneciendo a medida que las editoriales empezaron a sentir que aquel Cortázar de las estanterías estaba incompleto. Todo el mundo, sus amigos, sus lectores más firmes, conocía de la existencia dispersa de esos poemas, de sus títulos, de sus nacimientos y de sus orígenes, pero fue tan potente Rayuela, y los sucedáneos, importantes o no, de ese libro abrumador, que la gente en general no tuvo la ocurrencia de exigir a los editores que buscaran esos versos y los subieran a las estanterías.
En uno de mis viajes a una tierra que fue muy cortazariana, Palma de Mallorca, me encontré una vez con un manuscrito de NEGRO EL 10, que él escribió para subrayar unos bellísimos dibujos de su amigo, y paisano, Luis Tomasello, amigo del pintor José Luis Fajardo, que tiene él mismo en su estudio de Madrid esa hermosura que combina la esencia de la poesía de Julio con el dibujo misterioso de su amigo. Tomasello sería luego, en aquel febrero de 1984, quien diseñó la tumba que para siempre llevará la nostalgia de Cortázar.
De aquel tiempo, y de ese modo de juntar pintura con literatura, es la esencia de su poesía. Se inauguraba esa reliquia con un verso de Leopoldo Marechal (Con el número dos nace la pena) y es una esencia escalofriante de su pasión por hacer que las palabras, sus palabras, las que atrajo a sus libros, volaran solas.
La secuencia en este caso llevaba en mayúsculas su descripción numeral, tan suya: AQUÍ DEL UNO AL DOS/ DEL DOS AL TRES; UN TRES QUE SE SOSTIENE Y BAILA/ DESDE SÍ MISMO/ CONSIGO MISMO/ UNA DANZA QUE BUSCA ENCUENTRA Y PIERDE/ PARA BUSCAR DE NUEVO/ EN SU LIVIANO JUEGO DE COLORES/ DE DISTANCIAS Y DE ÁNGULOS…; EL DOS NO VOLVERÁ/ TAMPOCO EL UNO.
NEGRO EL 10 sería la secuencia posterior de ese enorme esfuerzo de concisión llevado a cabo por el autor de obras tan singulares, y tan potentes, de la literatura de trazo largo. “Empieza por no ser. Por ser no. El Caos es negro. Como es negra la nada”. Así comienza ese poemario, que es como la esencia de lo que nada en este libro en el que ahora toda esa enorme, bellísima, declaración de fe en la poesía, revindica al Cortázar que no dejó el mundo sin un legado que parecía convivir, desde el niño que fue, en el alma de uno de los grandes escritores totales del siglo XX.
La hazaña (que fue de Cortázar, verso a verso) ahora es un libro de la poesía completa de uno de los escritores con más alma entre todos los que dieron el Boom y, en general, la cultura en lengua española del siglo XX… y del XXI.
La edición, que ha llevado a cabo Alfaguara, la editorial que ha publicado prácticamente toda la obra del autor de los cronopios, se debe al escritor Andreu Jaume. Parte, dice éste en un prólogo sucinto, como si el antólogo no quisiera irrumpir demasiado en la propia creación del autor al que rinde homenaje, de las Obras completas que ya compiló para Galaxia Gutenberg un gran amigo de Cortázar, su compatriota Saúl Yurkievich, que fue hermano de alma, e incluso de humor, con la colaboración de diversos cortazarianos que pusieron en marcha la hazaña de subrayar este renglón imprescindible de la naturaleza poética de la literatura del gran cronopio.
El libro, que tiene 800 páginas, prescinde “de notas y variantes”, e incluye una sección de inéditos. Así que esta poesía de Cortázar, la que escribió de joven, a veces con seudónimo, y la que escribió en los años en que ya era un autor reconocido de novelas y de cuentos, incluye, por ejemplo, su primer libro íntegro como poeta, Fábula de la muerte, “escrito y firmado con el pseudónimo de Julio Denis”.
Este conjunto tiene otros inéditos. Es, dice Andreu Jaume, “la compilación más completa que se ha podido hacer hasta la fecha de la poesía de un escritor que ya en 1969 se consideraba ´un viejo poeta` –Cortázar firmó su primer poemario en 1971–, aunque hasta entonces hubiera llevado en secreto esa otra faceta de su imaginación que ilumina como un fuego oculto la riqueza de sus conocidas ficciones”.
Es impresionante ahora leer a este Cortázar, cuya melancolía parece uno de sus más recónditos tesoros, quizá los que quiso guardar, con nombre supuesto, para que su alma de poeta no se confundiera, y no siempre lo consiguió, con su identidad de narrador. Leer ahora estos versos rejuvenece al gran narrador y pone en su sitio, un sitial entero, al poeta que en un tiempo usó seudónimo y ya es para siempre, ahora sí, el completo poeta que fue Julio Cortázar.
Sobre la firma
Juan Cruz
Especial para Clarín
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