La anorexia, sus nuevas formas y el desafío de ponerles límites a los «cuerpos digitales”

La anorexia no habita solo en los cuerpos: se propaga en imágenes y discursos de un ecosistema digital que promueve la enfermedad.

La influencer Eugenia Cooney (una estadounidense con 722 mil seguidores en Instagram, 2.3 millones en YouTube y 2.7 millones en TikTok) no publica consejos para adelgazar ni habla de anorexia.

Pero su apariencia –la de una joven extremadamente delgada– es vista y compartida por muchos adolescentes. ¿Qué ocurre cuando la fragilidad se vuelve viral?

Influencer. Eugenia Cooney alarmó esta semana a sus seguidores en una transmisión en vivo donde se descompensó.

Algo similar sucede con la cuenta de @classicnymph (con 239 mil seguidores solo en Instagram) que empezó compartiendo arte y derivó en una estética centrada en un cuerpo cada vez más lábil. En las redes, la audiencia observa, interpela, exige. ¿Por empatía, por salud, o porque como espectadores se sienten con derecho a ser atendidos?

En un recorrido sobre su propia experiencia con la anorexia, la escritora Luciana Cáncer narraba: “Busco una escena sin hambre… pero no la encuentro”. Esta frase puede trasladarse a las redes: cuando el estándar del cuerpo flaco se cruza con plataformas que maximizan la exposición, el resultado es una maquinaria que explota la vulnerabilidad adolescente.

Luciana Cáncer. Contó su propia experiencia con la anorexia. Foto: Alfredo Martínez

En abril de este año, Sarah Wynn-Williams, exdirectora de Políticas Públicas Globales de Meta, declaró ante el Senado de Estados Unidos que Meta detectaba emociones de los usuarios de entre 13 y 17 años para mostrarles anuncios que expandían su inseguridad. Lo hacía detectando patrones de navegación, interacciones e incluso uso de emojis. No era un error, era estrategia.

En Argentina, uno de los países con mayor tasa de trastornos de la conducta alimentaria (TCA) del mundo, la pregunta es urgente: ¿qué hacer cuando el algoritmo traduce el dolor en tendencia? Distintas disciplinas articulan estrategias para intervenir.

El silencio como síntoma, la palabra como salida

“La persona con anorexia cierra la boca para no hablar, al mismo tiempo que la cierra para no comer”, expresa la psicoanalista Olga Ricciardi, directora del Centro Especializado en Desórdenes Alimentarios (CEDA). No se trata de una metáfora, sino de una observación clínica construida a lo largo de casi tres décadas y más de 7 mil tratamientos. Para la experta, Argentina presenta altos niveles de TCA, con inicio cada vez más precoz y fuerte impacto en adolescentes y jóvenes. La Sociedad Argentina de Nutrición (https://www.nutricionistaspba.org.ar/noticia/1484), le da la razón: «Una de cada tres mujeres jóvenes padece atracones, bulimia nerviosa o anorexia en la provincia de Buenos Aires».

Según el manual DSM-IV, la anorexia nerviosa se define por una búsqueda incesante de la delgadez, un miedo patológico a engordar, una imagen corporal distorsionada y una restricción alimentaria progresiva que deteriora la salud física. Para la especialista, esa definición resulta insuficiente.

«La voz interior, subalimentada, se había callado», escribía Amélie Nothomb en su Biografía del hambre. Ricciardi subraya que la anorexia comienza donde el lenguaje falla: por eso, la recuperación no empieza con el peso, sino con el habla.

“La enfermedad tiene cura”, enfatiza. Pero exige compromiso del paciente y del entorno, así como acompañamiento de un equipo especializado, al que no todos pueden acceder.

Para la experta, el gobierno –como responsable de políticas públicas– es una pieza clave en la respuesta. Sin embargo, el problema sigue sin ocupar un lugar prioritario en la agenda institucional y educativa. Ricciardi advierte que, incluso desde una perspectiva económica, resultaría beneficioso abordarlo: se evitarían derivaciones, múltiples consultas. Pasan los años, pero no hay avances.

La directora de CEDA aclara que las redes sociales no causan anorexia, pero la potencian en contextos de soledad, desconexión y falta de escucha. Sobre todo en una época donde “cada uno come con una bandeja en su habitación” y se diluye la importancia de la comida compartida.

¿Quién protege cuando el ecosistema digital daña?

Fernando Tomeo, abogado especializado en privacidad de datos, derecho empresarial y derecho digital, explica que la cultura de la comparación –ese loop en el que el otro siempre parece más feliz, más exitoso, más bello– no es nueva. Lo que cambió, dice, es su amplificación: “El algoritmo personaliza todo. Si buscaste una sola vez contenido sobre cuerpos o dietas, te lo sirve en bandeja todos los días.”

Esa lógica está diseñada para maximizar permanencia y monetización. Más likes, más dopamina. Más dopamina, más tiempo en pantalla. Es un circuito. Y sin regulación, no hay salida.

En el país no existe una ley específica que limite estas prácticas. Se aplican principios generales del Código Civil, como la obligación de no dañar: si una red social fomenta conductas anoréxicas a través de su diseño, debería responder.

El derecho anglosajón incorpora además la figura de contributor infringement: quien contribuye al daño, también es responsable. “No es Zuckerberg el que emite el mensaje, pero le da al influencer la plataforma para hacerlo”, aclara Tomeo.

En casos como el de Eugenia Cooney, Tomeo advierte que si bien se trata de una persona presumiblemente enferma, también ejerce influencia y eso debe ser problematizado. “Las imágenes afectan, y se puede incidir sobre otro con una actitud, una pose o una mirada”.

Eugenia Cooney, en sus redes.

En Argentina falta una normativa específica que regule la actividad de los influencers y que establezca límites claros a los mensajes nocivos. “Meta y YouTube se escudan en el rol de meros intermediarios, como si fueran bibliotecas, pero ya hay precedentes que los obligan a responder cuando contribuyen al daño”, sostiene.

Tomeo subraya la urgencia de medidas educativas. Padres, escuelas y Estado deben intervenir. “La privacidad del menor no puede estar por encima de su salud”.

Tomás Balmaceda es filósofo, doctor en Filosofía y especialista en inteligencia artificial. Para él, la monetización de cuerpos marcados por la anorexia no es solo objetivación: es explotación directa de la vulnerabilidad. Convierte un trastorno grave en consumo, legitima estéticas peligrosas y banaliza el sufrimiento, instalando, aunque sea de forma implícita, que la flacura es sinónimo de valor personal.

La IA puede escalar ese proceso, presentando la anorexia como algo deseable y simulando empatía, lo que la vuelve doblemente engañosa para ciertos usuarios. El problema no es solo técnico: es educativo y ético. La IA aprende con datos humanos; si esos datos reproducen sesgos o violencias, la máquina los exacerba. Por eso, afirma Balmaceda, necesitamos alfabetización crítica, formación ética en desarrolladores y conciencia sobre la manipulación algorítmica.

Experto en inteligencia artificial. El filósofo Tomás Balmaceda pide conciencia sobre la manipulación algorítmica. Foto: Maxi Failla

También deben trazarse límites sobre los “cuerpos digitales”: filtros, figuras avatarizadas o hiperfeminizadas que circulan como modelos aspiracionales. Balmaceda entiende que deberían prohibirse representaciones que perpetúen violencia o explotación, como figuras infantiles hipersexualizadas o estereotipos de belleza extremos. Todo diseño –algorítmico o físico– moldea lo que entendemos como atractivo.

En esa frontera entre deseo, representación y código, el cuerpo ya no es cuerpo: es insumo, símbolo, mercado. Cuando el deseo se programa, el cuerpo se vuelve insumo. Sin regulación, el algoritmo educa.

¿Hay salida? El camino de Francia y Reino Unido

Candela Yatche es psicóloga, comunicadora y fundadora de Bellamente, una fundación de relevancia internacional que nació como espacio seguro en redes y hoy impulsa campañas por la diversidad corporal y la salud mental. Mientras cursa un máster en Políticas Públicas en Oxford, mantiene un mensaje claro: “La batalla también se da en lo digital”.

“En los últimos 20 años se duplicaron los casos de TCA, y esto coincide con el nacimiento de las redes”, define. Los filtros de belleza estilizan, agrandan, corrigen: forjan una meta imposible, especialmente entre adolescentes.

Contra los filtos de belleza. Candela Yatche creadora de la fundación Bellamente, apunta contra las redes.

Pero hay salida. Yatche menciona avances concretos: Francia exige que influencers etiqueten imágenes retocadas o generadas con IA. En Reino Unido, se impulsa el Online Safety Bill, que busca hacer responsables a las plataformas por el daño social de sus contenidos.

Desde Bellamente, la estrategia es “hackear el algoritmo”. Pero no basta con buena voluntad: hace falta inversión, alianzas y regulación orientada al bienestar. “Los adolescentes no deben ser solo receptores, sino actores en el diseño de soluciones.”

Mara Fernández es psicóloga especializada en trastornos de la conducta alimentaria. Desde su cuenta @hablar_sana, respalda una comunidad enfocada en aceptación corporal, salud mental y visibilización de la violencia estética. Su propuesta consta en psicoeducación crítica en redes sociales, con evidencia y lenguaje accesible.

“Los blogs ‘Ana y Mía’, como se llamaba a los blogs que estimulaban la anorexia y la bulimia, no desaparecieron: mutaron en lenguaje y formato”, explica. Lo que antes eran foros ocultos, hoy se presenta como prácticas saludables o de supuesto “bienestar”, manifiesta.

“Trato de que se cuestionen esos mensajes que afectan la salud integral, y de impulsar el pensamiento crítico como forma de cuidado”, sostiene Fernández.

Mujeres que no fueron tapa y la educación digital

Desde hace casi una década, Lala Pasquinelli lidera Mujeres que no fueron tapa, una organización que visibiliza cómo la cultura visual y los estereotipos afectan la construcción de identidad desde edades tempranas. “Niñas de cuatro, cinco o seis años ya están preocupadas por tener panza chata”.

El lenguaje cambió, pero la base persiste: desafíos en TikTok, grupos de Telegram o influencers que incitan a hábitos restrictivos camuflados como “autocuidado”. “Es la misma pedagogía de la crueldad, pero desplegada sobre las infancias”, señala.

Desde su experiencia, el trabajo exige actuar en varios niveles: visibilizar mensajes dañinos, ofrecer otros paradigmas posibles y asumir responsabilidades concretas. “Las plataformas priorizan la rentabilidad. Pero también los adultos tenemos un rol: muchos adolescentes están solos frente a las pantallas. No los acompañamos ni les damos otras referencias identitarias.”

«Soltá la panza». Lala Pasquinelli, fundadora del proyecto «Mujeres que no fueron tapa».

Hace más de tres décadas, Naomi Wolf decretó que el mito de la belleza funciona como “arma política” para mantener a las mujeres ocupadas en sí mismas, obsesionadas por una perfección inexistente, divididas entre sí y atrapadas en una tarea interminables.

Mujeres que no fueron tapa impulsa campañas de alfabetización visual, talleres en escuelas, capacitación para medios y redes, y espacios de escucha intergeneracional. Para Pasquinelli, una política pública efectiva debe incluir educación digital desde la primera infancia.

El desafío es complejo, pero no inabarcable. Los proyectos están y atraviesan múltiples frentes: clínico, jurídico, educativo, cultural. Requieren coordinación sostenida, voluntad política y participación activa.