En 1942, con el nazismo masacrando Europa, Paul Éluard (1895-1952), poeta surrealista cuyas obras dedicadas a la política y el amor alcanzarían resonancias eternas, escribió un poema titulado “Libertad”, que la fuerza aérea británica imprimió en millones de volantes arrojados sobre el suelo de Inglaterra para alimentar la resistencia del país que con más coraje enfrentaba al monstruo.
Luego se atribuyó erróneamente a Éluard el poema/canción “Yo te nombro libertad”, escrito por el cantante italiano Gian Franco Pagliaro, pero es en el texto del francés donde el término tiene su eco más poderoso, enraizado en una realidad donde alcanzaba su significado profundo. Los versos finales (si bien merece siempre una lectura completa) dicen: Y por el poder de una palabra/ vuelvo a vivir/ nací para conocerte/ para cantarte/ Libertad.
Como ocurre con tantas palabras que por distintos motivos se usan hasta el abuso, hoy el vocablo “libertad” está siendo tergiversado y vaciado de contenido a fuerza de una repetición que cabalga entre la manipulación y la ignorancia. Se incita (a través del discurso político, de letras de canciones, de eslóganes publicitarios, de campañas de marketing, de cierta literatura oportunista y de alguna imprecisa autoayuda) a confundir libertad con ausencia de límites, con imposición del deseo, con incesante reclamo de derechos y paralela ausencia o desconocimiento de deberes. Es lo que psicoterapeutas humanistas, como Víktor Frankl y Rollo May, llamaban “libertad primera”, la del bebé que comienza a caminar y quiere tocar y tomar todo pataleando ante el primer “no”. Se contrapone a la “libertad última”, la de quien alcanzó la madurez mental y emocional y comprendió que no se puede todo, que ante la imposibilidad es necesario elegir, que elegir es resignar y que cada decisión y elección requieren la responsabilidad de hacerse cargo y responder a las consecuencias. Libertad y responsabilidad son hermanas siamesas, inseparables.
El autoritarismo político, la epidemia de narcisismo, el default de empatía, la indiferencia por el destino colectivo y la creciente anomia que gana las calles son síntomas de esta concepción disfuncional de la libertad
La “libertad última” es aquella de la que disponemos frente a lo aleatorio, al imponderable, a lo que no depende de nosotros. Lamentablemente, porciones críticas de la humanidad adulta (lo que incluye a políticos, influencers de todo pelaje, figuras públicas y ciudadanos anónimos y de a pie) quedan estancadas de por vida en la “libertad primera”. Lo que empeora e intoxica las relaciones, las convivencias, la psiquis y los modelos de vida. El autoritarismo político, la epidemia de narcisismo, el default de empatía, la indiferencia por el destino colectivo y la creciente anomia que gana las calles son síntomas de esta concepción disfuncional de la libertad.
También hay que distinguir entre “libertad de” y “libertad para”. La primera es la que lleva a salir de un yugo interno (mandatos, creencias, sesgos, complejos) o externo (tiranías, autoritarismos, arbitrariedades). La segunda requiere una respuesta que compromete lo existencial, obliga a preguntarnos por el sentido de nuestra vida: ¿libres para qué, y no solo de qué?
El pensador letón Isaiah Berlin (1909-1997), fundamental filósofo político y moral del siglo XX, tuvo a este tema entre sus preocupaciones esenciales. Fue quien incluyó los conceptos de libertad positiva y negativa. La libertad de unos está ligada a las restricciones de otros, decía Berlin. Y advertía contra quienes, haciendo abuso de poder e invocando mandatos (como una mayoría electoral, un cargo en una organización o tradiciones), enarbolan la libertad como excusa para imponerse sobre las ideas, la persona o la libertad de otros. La relación entre libertad y democracia es muy delicada, apuntaba este filósofo, y es necesario cuidarla especialmente, porque en nombre de una se puede aniquilar a la otra. En definitiva, no hay libertad donde no hay límites, porque se dan sentido mutuamente. La libertad puede avanzar sólo hasta un punto, o deja de serlo.