Basta tomar cinco estadísticas oficiales publicadas por el Indec en los últimos tiempos para descubrir en su articulación el mapa controversial sobre el que se despliega la dinámica social y económica de los argentinos. La pobreza se redujo sustantivamente. Pasó del 52% de la población en el primer semestre de 2024 al 38% en el segundo. Continúan siendo pobres 18 millones de personas.
En el país, hay trabajo. El desempleo llega apenas al 6,4% de los que buscan trabajar. Sin embargo, el 42% de ese trabajo es informal. Es decir, unos 9 millones de personas trabajan en negro. Aquellos que tienen lo que es considerado por los ciudadanos como el mejor tipo de empleo –sector privado y formal– no superan los 6,3 millones de habitantes. Esa cantidad no se modifica sustancialmente desde hace más de una década. Por último, la equidad en la distribución del ingreso continúa siendo similar a la del primer trimestre de 2022: coeficiente de Gini, 0,43 puntos.
Este cuadro de situación está cargado de matices, de luces y sombras, de sutilezas. Requiere cualquier cosa, salvo simplificación y reduccionismo en el análisis y, mucho menos, en la acción.
Superado el primer año y medio de shock, el debate sobre lo que sucede en el país comienza a ganar densidad. La travesía por el desierto caminando hacia la Tierra Prometida de la normalidad ofrece, al contrario de lo que se ve en la superficie, registros múltiples, más diversidades de las que se conocen y se hablan, contradicciones variopintas y hasta perplejidades que asombran a los propios actores.
Incapaces de reconocerse en esa escena cuyo sentido se les escurre como agua entre los dedos, ya no entienden lo que pasa y, a veces, ni siquiera quiénes son. Sucede que estamos viviendo un proceso de transformación y mutación que se desarrolla, acorde a la impronta de la época, en “2X”.
El 19 de noviembre de 2023 el 56% de los argentinos decidió “patear el tablero” y correr el riesgo que fuera necesario con tal de cambiar de raíz el contexto que los abrumaba hasta la exasperación. Casi un año después, el 5 de noviembre de 2024, los estadounidenses le dieron un triunfo histórico y arrasador a Donald Trump. En su versión 2.0, el actual presidente de la principal potencia económica y militar del mundo prometía un regreso rápido y furioso. Así fue. Esas dos vibraciones están profundamente conectadas. En lo simbólico y en lo real.
Todo eso ocurre, se entrelaza y se potencia con el que, hasta aquí, se presenta como el momento cúlmine del progreso tecnológico. Aun quienes están en el ámbito tech están siendo sorprendidos por la aceleración y la voracidad con la que avanzan las capacidades y las potencialidades del nuevo Santo Grial: la inteligencia maquinal.
Hecha de silicio, microchips, datos, códigos, algoritmos y programación, lo invade todo portando un aura de infalibilidad y perfección. Deslumbra tanto por su velocidad de procesamiento para responder casi cualquier pregunta y todo tipo de orden en cuestión de segundos como por la creciente calidad de sus prestaciones. Un halo mágico envuelve cada una de sus creaciones. Finalmente, después de tanto intentarlo, hemos logrado sacar el genio de la lámpara. Una nueva deidad se encamina a reinar muy pronto de manera universal. El oráculo de todos los oráculos ha nacido. Promete saberlo todo y más también. Incluso lo que ni siquiera podemos saber que no sabemos.
Sin la sutileza, por ahora, de lo humano, pero con la robustez de lo incansable, aspira a superar pronto gran parte de lo que, hasta aquí, solo eran capaces de realizar únicamente las personas de carne y hueso.
Como una muestra simple, cabe decir que ya se ofrecen en la red social X los Optimus, el robot humanoide y amigable de Elon Musk, por el mismo monto que cuesta un auto pequeño: 25.000 dólares. En el virtual “1 a 1” de la Argentina de hoy, no son pocos quienes podrían comprarlo. ¿Los veremos pronto en las calles, los supermercados y los shoppings?
Si este año se venderían unos 700.000 autos nuevos –un 70% más que el año pasado-, ¿por qué no podemos imaginar unos cuantos Tesla Bots dando vueltas por la Avenida del Libertador?
El caos es el nuevo orden
Frente a este nuevo escenario, para muchos atractivo y para tantos otros sombrío y espectral, la sociedad contemporánea se ve desbordada por un magma irrefrenable de estímulos y escasa de reflexión. Tanto en el entorno global como en el local tenemos que ser conscientes de un giro abrupto y sustancial: ahora el caos es el nuevo orden.
Siendo así, las dificultades para el pensamiento ecuánime, asertivo e integral tienden a incrementarse de modo exponencial. La emocionalidad extrema y los extremos cargados de emocionalidad, cara y reverso de la misma moneda, atentan contra uno de los atributos más valiosos que fue adquiriendo la especie humana en su proceso evolutivo y civilizatorio: la sensatez.
El buen pensar se vuelve escurridizo en el magma de manifestaciones tan intempestivas como taquilleras. Por definición, ensordecedoras y efímeras.
¿Cómo pensar entonces? La respuesta inmediata podemos encontrarla en algo que ya está sucediendo en el ámbito de los negocios y el consumo. La respuesta de fondo hay que buscarla, como casi siempre, en la sabiduría antigua. No se arroga la perfección, pero sí ha demostrado con los siglos el supremo valor de lo atemporal.
El consumo híbrido
La vidriera infinita omnipresente emana atracción y seducción continua. El carrusel de imaginarios e ideales no se detiene nunca. Con la estimulación algorítmica, ofrece a cada quien aquello que tiene más chances de despertar su deseo.
El comercio electrónico ya representa cerca del 21% de todo el comercio mundial, acorde a los datos de e-marketer. Se proyecta que llegue al 23% en 2028. Es decir, casi 1 de cada 4 dólares que se vendan en todo el planeta serán transacciones realizadas en el ámbito digital. La magnitud no deja de asombrar y es claramente la historia de un suceso. Su progresión, acorde a la filosofía de la tecnología, ha sido exponencial. Hace apenas una década, el e-commerce se quedaba solo con el 7% del comercio global.
Alcanza con comprobar el éxito de Amazon o Mercado Libre para dar por cerrado cualquier debate posible. O, si a alguno le quedaran dudas, indagar sobre lo que está sucediendo en Ezeiza con el tsunami de cajas que llegan diariamente gracias a la nueva posibilidad de las compras puerta a puerta.
Los consumidores ya han hecho del comercio digital una parte esencial de su vida. Su capilaridad y eficiencia continúan rompiendo parámetros a un ritmo vertiginoso. Lo que hace no mucho tiempo demoraba varias jornadas hoy puede ser entregado en el día o, a lo sumo, al siguiente. Cuando algo funciona y “llega” a cualquier lugar, por más recóndito que sea, se mete en los hogares, pero, sobre todo, en los corazones de la gente.
Mercado Libre acaba de ser evaluada por el prestigioso ranking Brand Z de la consultora internacional Kantar como una de las 50 marcas más valiosas del mundo. Es la primera vez que accede a ese podio, la Champions League de las marcas globales. Se ubicó por encima de íconos como Nike, Uber, Zara o IKEA, entre tantos otros.
Los rankings cambian cada año, pero no deja de ser toda una señal. No estamos hablando aquí de valuaciones bursátiles ni de calificadoras de riesgo o expertos, sino de opiniones de seres humanos que interactúan con esos símbolos cotidianamente. Es algo de otro orden.
El mencionado valor del 21% del e-commerce es obviamente un promedio de rubros muy disímiles. En algunos de ellos ya llega el 40% de las compras totales.
Nuestro mercado no es ajeno a esa realidad. Hay sectores, como el de los electrodomésticos, con valores similares: 4 de cada 10 ventas se generan en la web o en las redes sociales entre los jugadores que lo hacen bien. En indumentaria, que al comienzo fue renuente, la industria estaría entre el 10 y el 15% de transacciones por e-commerce. Hay casos de éxito donde se supera el 20% y hasta se logra un objetivo por demás ambicioso: el 30%.
El otro extremo es el del consumo masivo. Allí los que lo hacen mejor logran concentrar un 10% de sus flujos de caja en el espacio virtual. El promedio no supera el 5%. Sigue siendo un espacio mayoritariamente territorial.
Prácticamente no hay espacio de la vida humana que hoy no esté siendo profundamente transformado por la tecnología. Por ende, el de los objetos de consumo mal podría resistirse a esa realidad.
En los inicios, el concepto de omnicanalidad fue procesado de manera tímida y exploratoria como todo lo nuevo. Incluso sin una comprensión cabal de todas sus implicancias en la práctica. Recién ahora ha sido asimilado conceptualmente. En la praxis, algunos van más rápido que otros. De lo que ya no hay dudas es de que el camino está señalado. Es por ahí.
Para poder incorporarlo primero hubo que desarmar una de esas ideas fantasiosas y simplistas que, como un error recurrente, suelen aparecer con cada innovación que trae el brillo de la tecnología. El fulgor del silicio es tan atractivo que encandila. Todo sería digital. El mundo físico estaba terminado.
Es cierto que hay determinados casos donde efectivamente sucedió. Por ejemplo, el de la música. Allí los abonos y las descargas en Spotify, Apple Music y otros ya expresan el 80% del negocio mundial. Que, además, gracias a su desarrollo ha crecido 50% versus la era analógica. El regreso del vinilo como fenómeno vintage no deja de ser acotado. Un nicho sofisticado y de culto. Valioso y entrañable, pero un pequeño segmento al fin,
Ahora bien, no se puede tomar la parte por el todo. Otro sesgo habitual del reduccionismo y la casuística sesgada y corta de miras. Dame dos ejemplos y te explicaré el futuro. Bueno, está demostrado que no es tan así. De hecho, si repasamos las mismas cifras que he citado podemos sacar una conclusión obvia: casi 80% de todo lo que se vende a nivel global se realiza a través de comercios donde hay que concurrir presencialmente o al menos tener algún tipo de interacción personal para poder comprar.
Contra lo que muchos vaticinaban, los consumidores siguen yendo gustosos. El placer de observar, sentir, tocar, probar y elegir luego de haber interactuado con el diseño, la fisonomía o la textura de los productos proyectándose a sí mismos como dueños de ese bien no ha cesado. Es más, luego de la distopia vivida en 2020, se ha acentuado. Pudo comprobarse en carne propia que la caverna digital en la que sobrevivimos, si no tiene salida, se vuelve agobiante y tediosa como todo lo circular.
Los shoppings, las tiendas departamentales, los supermercados y las pequeñas tiendas de avenidas y barrios que se aggiornan gozan de buena salud estructural.
Si hemos podido ganar nitidez sobre el impacto de la tecnología en el ámbito práctico y concreto del consumo, donde se juega el 70% de la economía planetaria, comprendiendo que no era físico o digital, sino que se trataba de una nueva configuración híbrida, una fusión de campos complementarios y no antagónicos, un baile de a dos y no una batalla, ¿por qué parecería que nos encaminamos a cometer el mismo error de defender una mirada dicotómica y compartimentada, solo que esta vez en el ámbito del pensamiento?
Para explorar posibles respuestas a estos interrogantes, ahora sí, es necesario recurrir a la sabiduría ancestral.
Fue nada menos que Henry Kissinger quien rescató del ostracismo el término polímatas. Lo hizo en su libro póstumo, Génesis, Inteligencia artificial, esperanza y el espíritu humano –publicado el 19 de noviembre de 2024 y escrito a sus casi 100 años junto a Eric Schmidt y Craig Mundie.
El aporte sabio de Kissinger, el controvertido exsecretario de Estado de Richard Nixon, tanto en ese texto como en su avant première, La era de la inteligencia artificial, publicado en 2021, se centró justamente en la dimensión complementaria del extraordinario avance tecnológico: lo humano.
Leyendo ambos ensayos puede decodificarse en la entrelínea de sus ideas una reflexión sustancial: ¿cómo vamos a procesar, gestionar y pensar este hijo dilecto del progreso que hemos sabido alumbrar?
En el primero de los ensayos Kissinger pidió “por favor, un filósofo en la sala”, y en el segundo fue más allá: convocó de urgencia a los únicos que podrían competir con el pensamiento total de la prometida inteligencia artificial general: los polímatas.
Es decir, aquellas mentes privilegiadas capaces de dominar e integrar los saberes de múltiples disciplinas en pos de alcanzar un conocimiento integral y multidimensional. Metafóricamente podríamos llamarlos las mejores “máquinas humanas”.
Superada su era dorada, que fue el Renacimiento, de ahí en más los polímatas serían acusados de superficiales, perezosos, inundados de vaguedad o directamente poco serios. Especialmente a partir de la Ilustración y el consecuente despliegue del conocimiento y la especialización que se produjo, los polímatas fueron tratados, o destratados, como pensadores de un género menor. Tan amorfo e indefinido como la diversidad de ejes temáticos que ellos osaban abordar.
Impulsados por su curiosidad omnívora, siguieron batallando en la oscuridad y el silencio con escasa repercusión. Se los acusaba, con ceguera, de ser especialistas en nada y, por lo tanto, útiles para muy poco. Supuestamente, poco exhaustivo método de trabajo, se acercaba más a la charlatanería que al rigor científico.
La ola de descubrimientos y la creciente relevancia de las múltiples ciencias, que se dio en los siglos XVIII, XIV y XX, exigía, con razón, especialistas capaces de llegar hasta lo más capilar de cada disciplina.
Era demasiado vasto el territorio a descubrir, explorar y explicar como para perder tiempo, energía y foco en un campo de atención e investigación demasiado abierto. Había que estrechar la mirada para llegar a la hondura y al fondo de lo nuevo.
Quizás el malentendido fue asumir que como el rigor científico pedía especialización, negaba cualquier otro aporte.
Los más profundos
Los científicos y los técnicos de toda índole abrazaron la confusión para batallar por ella hasta transformarla en un dogma. Los generalistas eran menos que un fraude simplemente porque no se podía saber de todo.
Pero ni los sabios griegos, ni los romanos, ni los renacentistas ni algunos de los primeros ilustrados estaban tan de acuerdo con esa idea, acotada en su perspectiva y abrazada a la fragmentación en la gestación del conocimiento.
Para ellos, si se pretendía comprender el fenómeno humano y su interacción con el contexto natural, era necesario saber, quizá no todo, pero sí mucho, a fin de tener la capacidad de atravesar los silos y conectar un campo del saber con otros. No temían a la complejidad, se zambullían en ella.
Los polímatas fueron impulsados por una curiosidad superior y una lucidez excepcional para ver lo que unía aquello que, en apariencia, solo en apariencia, se apreciaba separado.
Es decir que quienes fueron acusados de superficiales terminarían siendo los más profundos. Capaces de triangular, integrar, articular y relacionar, los polímatas tenían la habilidad de visualizar aquello que se escondía a los ojos de la mayoría.
Donde la gran mayoría solo registraba el vacío, ellos podían ver conexiones. En los abismos de la especialización, los polímatas construían puentes audaces y fructíferos.
Para los polímatas, los límites estaban hechos para cruzarse y los diques, para romperse. El fluir del saber debía ser liberado de restricciones y construcciones artificiales. Si en definitiva se trataba de entender mejor a los seres humanos en su interacción con determinado hábitat, quién podría acaso trazar una raya entre campos que, por naturaleza, eran parte de un mismo todo,
Para los polímatas, la transversalidad, la transdisciplina y las interfases resultaban vitales y, en un punto, obvias en su amplio marco mental. No podían, no sabían y no contemplaban pensar de otro modo.
Al ver a través de la filigrana de los acontecimientos, inevitablemente se topaban con los hilos que cosían una disciplina con la otra. Si la vida es una integración de múltiples ecosistemas, ¿cómo analizar por separado aquello que tiene el indefectible destino de estar junto? Esta fue siempre su filosofía.
Desde Sócrates, Aristóteles y Platón, pasando por Epícteto, Séneca, Marco Aurelio, Pico della Mirandola, Francis Bacon, Newton, Leibniz, Freud o Jung, entre muchos, hasta el más grande polímata de todos los tiempos: Leonardo Da Vinci.
Si pretendemos entender la complejidad que moldea el escenario global y también el local, así como los desafíos inéditos que introduce la inteligencia maquinal al imbricarse con la real life y la real politik, deberemos ejercitar este tipo de pensamiento humano ancestral: omnidisciplina y omnisciente.
Curiosidad insaciable, concentración, foco, memoria, sensibilidad, imaginación, creatividad, velocidad, energía, trabajo, placer por el saber y la erudición, junto a una férrea vocación por analizar las interacciones y retroalimentaciones del todo y las partes. Estas son las vigas estructurales del enfoque polímata. Solo así se puede llegar a descubrir la belleza del orden que se oculta detrás del caos.
La mente del futuro está escondida en el pasado.