Una frase del irlandés George Berkeley (1685-1753): “Ser es ser percibido”, entró por la puerta grande a la historia de la filosofía. La existencia de algo se define allí como relativa a la percepción que alguien tenga de ella, ya sea la parcial y efímera de los comunes mortales o la absoluta de la conciencia divina.
En el juego complejo de las relaciones humanas, las percepciones chocan. Lo que unos ven, no lo ven otros, a tal punto que los entes captados y descritos a veces no parecen los mismos. Las biografías (y más aún las novelas) sobre personajes famosos, las crónicas de viaje y los ensayos impresionistas antes al uso, ofrecen buenos ejemplos. ¿Cómo podemos conciliar con lo que llamamos “verdad” estas disparidades? Señalaba José Ortega y Gasset que “la verdad del viajero está en su error”, porque los pueblos y los individuos no son solamente lo que son o lo que creen ser, sino aquello que parecen a los demás.
Por cierto, los textos que el filósofo español escribió sobre nuestro país, donde estuvo tres veces, tuvieron entre nosotros tal impacto que se trasladaron a la doxa: al saber popular corriente, al punto de que nunca faltaba un taxista capaz de citar sus frases. También despertaron polémicas con los intelectuales argentinos, confirmando una condición paradójica que describió muy bien Victoria Ocampo en su ensayo “Quiromancia de la Pampa”: ante cada visitante ilustre, la Argentina se obstinaba en tenderle una mano ansiosa, como si se tratase de una quiromántica capaz de descifrar su destino y el secreto de una identidad confusa, para enojarse luego si el dictamen defraudaba sus expectativas y deseos.
Witold Gombrowicz (1904-1969), que vivió tantos años en Buenos Aires, evoca en sus Recuerdos de Polonia (1959) la guerra de burlas y sarcasmos dirigida por él y sus hermanos contra su propia madre, que se auto percibía de una manera, mientras sus implacables hijos adolescentes la veían de otra. La bella, extravagante, desordenada y bastante abúlica Antonina Kotkowska presumía de su don innato para la organización, la disciplina y el mando y se jactaba del esfuerzo que le insumía el cuidado de los hijos y del jardín, cuando el verdadero trabajo cargaba sobre la institutriz y el jardinero. O pretendía ser una consumada lectora del filósofo Spencer, cuyos libros seguían intactos en la biblioteca. Sin embargo, recuerda con cierto dejo melancólico el escritor maduro, su madre merecía ser admirada por otras cualidades que realmente tuvo: bondad, nobleza, integridad, inteligencia, si bien sus fantasías sobre ella misma las terminaban oscureciendo.
Ser es también ser percibido, no solo auto percibirse. Todos estamos expuestos, supongo, a estos cruces incómodos o tragicómicos que nos presenta la mirada ajena y que duelen tanto más cuanto más próximo y amado es el espejo
Sobre la firma
María Rosa Lojo
Escritora e investigadora argentina, autora, entre otros libros, de Los ‘gallegos’ en el imaginario argentino y Todos éramos hijos.
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