Desde que se estrenó «El Eternauta» ha habido una sobreabundancia de opiniones e interpretaciones. No me quejo. Desde su aparición en 1957, «El Eternauta» se ha transformado en la puerta de entrada a la literatura de ficción de varias generaciones. Me atrevo a afirmar que, a estas alturas, es un clásico literario argentino del siglo XX como el Martín Fierro lo fue del XIX. Ha iluminado nuestra identidad en los kioscos del barrio como aquel lo hizo a los paisanos en las pulperías de la pampa.
La mayoría hemos vuelto a releer la historieta innumerables veces, y nos ha hablado diferente cada vez. No porque nosotros cambiamos o envejecemos, sino porque como buena literatura es inagotable. Por eso, y primero, para sentarse a ver la serie con provecho hay que abandonar la pretensión de revivir quienes éramos cuando abrimos la historieta por primera vez. Y no porque ya no somos aquellos, que de alguna manera lo somos, sino porque la historia se ha resignificado y enriquecido con el paso del tiempo.
Parece una perogrullada, pero mirar una serie de plataforma con los ojos puestos en una historieta es un error. Salvado el punto, uno puede mirar y disfrutar una serie realizada con calidad, profesionalismo y talento en todos los rubros. No es necesario señalar los aciertos de adaptación, de producción y actuación, que ya lo han hecho otros y mejor. Pero vale la pena insistir en la oportunidad feliz de verla en este contexto.
Pero me gustaría señalar un tema lateral a la serie, el filón humorístico en la imagen de Darín haciendo de Darín, que fue también una oportunidad para el escarnio de los odiadores de siempre. No seré yo quien se niegue a un buen chiste porque haya idiotas cerca, pero el chiste no tiene sentido. No se le puede pedir a ningún actor que sea otro. Se le pide otra cosa, y Darín lo ha dado con creces. Me refiero a lo que la actuación de un buen actor nos hace a nosotros. El actor no cambia. Los que cambiamos, los que nos emocionamos, identificamos, iluminamos, somos nosotros, los espectadores.
Para ser claro. Darín no es «El Eternauta» cuando se viste con su traje, sino cuando a cara lavada mira a la actriz que en la ficción hace de su hija. En ese momento, en el primer plano de las arrugas y la barba y los ojos de Darín, vemos a Juan Salvo. Sentimos el amor, la desesperación y el horror de Juan Salvo por su hija. Eso es un actor.
El arte de la actuación, del teatro, consiste en lograr que veamos lo que el actor quiere que veamos cuando actúa. Y eso no lo da ni una barba postiza ni un vestuario. Lo hace el actor dentro suyo, nosotros lo vemos y creemos. No dejamos de ver a quien actúa, pero creemos en lo que actúa.
Hagan la prueba, inviten a Darín a su casa (o a Audivert, De Niro, el que quieran). En algún momento, después de las empanadas (nada menos) y el vino, se moverá en el sillón, nos mirará diferente, y será Macbeth, Juan Salvo, o quien se le ocurra ser, y nos cortará el aliento.
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Miguel GayaBio completa
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