De jugador a formador, Matías Caramuto y su nueva manera de vivir el deporte (Foto: Natalia Guerrero, El Territorio)

A los 15 años, Matías Caramuto estaba más cerca de dejar el básquet que de soñar con una carrera. Sin embargo, una insistencia en el momento justo y un encuentro inesperado con Rubén Magnano lo cambiaron todo. Fue uno de los pocos juveniles misioneros en integrar el histórico equipo de Luz y Fuerza que jugó la Liga Nacional en la temporada 1994/95, dirigido por quien años más tarde se consagraría campeón olímpico con la Generación Dorada.En unos días se cumplirán 30 años de aquel inolvidable logro, que marcó un antes y un después en el deporte misionero. Entre los protagonistas de aquella gesta estuvo un joven, que se abría paso en un equipo histórico.

En esta charla con El Territorio, Caramuto repasó sus inicios en Tokio, la huella que le dejó uno de los entrenadores más influyentes del básquet argentino y cómo esa etapa lo marcó para siempre, dentro y fuera de la cancha.

¿Cómo fueron tus primeros pasos en el básquet?

Mi hermano fue el que empezó primero. Iba a entrenar con el profe Céspedes, que es un referente del minibásquet. Yo tenía 4 años, todavía no existía la categoría para los más chicos, pero igual lo acompañaba y me metía en la cancha. Ahí empecé a jugar, el profe me sumaba al grupo. Así que arranqué desde muy chiquito en Tokio, después fui un tiempo a Centro Español cuando el entrenador se fue para allá, y luego volví a Tokio hasta los 13 años.

¿Qué pasó a los 13 años?

Empecé la secundaria en el Janssen y ahí dejé de jugar, típico de la adolescencia donde comenzás a realizar más actividades. Estuve dos años sin tocar una pelota, hasta que en tercer año, con 15 años, mi profe de Educación Física, León Antúnez, me insistió para que vuelva. Él era profe en el club Capri y me decía que tenía condiciones, que no lo deje. Fui más que nada para darle el gusto a él, y justo en ese momento llegó Rubén Magnano a Luz y Fuerza.

Él me vio jugar en el colegio y me dijo: “Vení, hay un campus, te quieren ver”. Así que fui, hice el campus de reclutamiento y quedé. Estuve seis meses entrenando con la categoría formativa y, cuando arman el equipo de primera para la temporada 94/95 del TNA, me suben al plantel como juvenil.

¿Cómo viviste esa experiencia tan joven y en un equipo tan importante?

La verdad, al principio no tomaba dimensión. Yo era un chico que había hecho minibásquet, pero no era muy fanático del deporte. No seguía mucho el básquet, no iba a las canchas. Pero con el tiempo fui entendiendo lo que estaba viviendo, jugar en el TNA, con un equipo que terminó ascendiendo, y ser entrenado por Rubén Magnano, todo eso fue muy fuerte.

¿Qué significó para vos ser dirigido por Magnano?

Con los años me di cuenta de lo privilegiado que fui. Creo que Rubén es el mejor entrenador de la historia del básquet argentino. En ese momento no era tan conocido en Misiones, pero después lo vimos campeón olímpico, subcampeón mundial y yo tuve la suerte de que me entrenara dos años. Todo lo que me enseñó me marcó, la disciplina, el profesionalismo, el respeto por los horarios. Con él no había privilegios, si llegabas un minuto tarde, no entrenabas. Era igual para todos, desde Donald Jones hasta yo, que era el más chico del plantel.

¿Qué enseñanzas te dejó más allá de lo deportivo?

Siempre decía que se juega como se entrena. Si no das el 100% en cada entrenamiento, no lo vas a dar en la cancha. Y también recalcaba que nadie se salva solo, que hay que dejar el ego de lado y pensar siempre en el equipo. Esas cosas no se me borran más, me sirvieron no sólo para el básquet, sino para la vida.

¿Qué representó el Club Tokio en tu formación?

Fue mi segunda casa. Hoy ya no estoy tan ligado al club, pero siempre que vengo me llena de recuerdos. Desde chico estuve ahí, y fue donde más cómodo me sentí como jugador. El viejo estadio de Tokio era mi lugar. Las dimensiones, las referencias, la hinchada, todo, jugar en el club del que sos hincha tiene un plus especial. Hasta el día de hoy, cuando entro, me viene todo eso a la cabeza.

Siempre fui ayuda-base, pero en Tokio jugué muchos años de base, porque después de que se fue Horacio Santa Cruz, quedamos con menos jugadores en ese puesto. Cuando arranqué, jugué con él, que era un base tremendo, no sólo como jugador, sino como persona. Fue el mejor base con el que me tocó compartir cancha. Creo que de los que jugué, fue el base que más me marcó.

Tenía una visión de juego impresionante, mucha tranquilidad. Me ayudó mucho a crecer y a encontrar mi lugar en la cancha. Era de esos jugadores que te hacían jugar mejor.

¿Cómo ves hoy al básquet misionero?

Creo que hay cosas para destacar y otras que aún nos cuestan. Por un lado, es muy positivo lo que logró OTC, llegar a la Liga Nacional, mantenerse tantos años y posicionar a Misiones en el mapa del básquet argentino. Eso es algo que no se consigue todos los días. Después tenés a Tokio, Mitre, Capri, clubes con historia, que siguen apostando a las formativas, a los torneos locales y regionales. Tokio, por ejemplo, mantiene una estructura sólida, y eso hay que valorarlo.

¿Y qué pensás que falta?

Nos falta más planificación a largo plazo. A veces se depende mucho del esfuerzo individual o del dirigente de turno, y no de una política deportiva sostenida. Hay mucho talento en Misiones, pero si no se le da continuidad se termina perdiendo. También creo que deberíamos trabajar más en conjunto, entrenadores, clubes, dirigentes. Nos falta sentarnos en una mesa, pensar en un proyecto común y no tanto en competir entre nosotros. Si queremos que Misiones crezca de verdad en el básquet, tenemos que dejar un poco los egos de lado.

¿Qué rol tienen los clubes en esa transformación?

Un rol clave. Porque el club no es solo una cancha o una camiseta. Es un espacio donde se forma gente. Donde un chico aprende valores, disciplina, compromiso. Y si eso no se cuida, no hay talento que aguante. Por eso digo que hay que mirar más allá del resultado. Hoy, por suerte, veo muchos profes comprometidos con ese enfoque y eso me da esperanza.

Hoy estás vinculado al hockey, ¿cómo se dio ese paso?

Fue por mi hija. Ella empezó a jugar en Centro de Cazadores y, como cualquier padre, al principio fui a acompañarla. Pero con el tiempo me fui involucrando un poco más. Me empecé a interiorizar, a mirar los partidos, a hablar con las entrenadoras, y de a poco me fui sumando desde otro lugar.

Formo parte de la subcomisión de hockey. Estoy ahí para ayudar, para colaborar en lo que se necesite, pero también para ser un nexo entre los planteles, los entrenadores y la dirigencia. Trato de aportar desde mi experiencia como deportista, saber lo que se siente estar adentro de una cancha, lo que necesita un equipo, qué cosas pueden ayudar a crecer.

Lo que aprendí con Rubén (Magnano) y en los clubes donde jugué me sirve muchísimo hoy. La importancia de la disciplina, el respeto, la comunicación clara son valores que trascienden el deporte. Me gusta estar cerca para transmitir eso, sobre todo a las chicas más jóvenes, que están en una etapa donde se forman como deportistas y como personas.

¿Y cómo vivís ese vínculo con tu hija en el deporte?

Es hermoso. Yo no la presiono, sólo la acompaño. Me encanta verla disfrutar, hacer amigas, aprender cosas nuevas. Y también me da alegría compartir algo que para mí fue tan importante en la vida. Tal vez ella no se dedique al deporte como yo, pero si le queda algo de lo que significa el compromiso, el esfuerzo en equipo, ya está más que bien.

La historia de Matías Caramuto es un ejemplo de cómo el deporte puede marcar vidas más allá del resultado en la cancha.

Desde sus inicios en el minibásquet, pasando por la experiencia única de compartir equipo y aprendizaje con Rubén Magnano, hasta su rol actual acompañando a su hija y aportando desde la gestión en Centro de Cazadores, su compromiso con los valores del deporte sigue intacto.

Más que un jugador, Matías es un transmisor de enseñanza, pasión y disciplina, que sigue construyendo un legado desde cada lugar que ocupa. Su recorrido demuestra que el básquet y el deporte en general es mucho más que un juego, es una escuela de vida.

Fuente: Fernando Galarraga, El Territorio.