Fascinación. Curiosidad. Terror. No importa cuántas veces uno vea alguna reproducción de Las tentaciones de San Antonio, del pintor flamenco Hieronymus Bosch, El Bosco: esas emociones vuelven, se entremezclan, se potencian con el despilfarro algo apocalíptico de un tríptico donde desfilan visiones, monstruos, criaturas imposibles, tormentos atrozmente imaginativos, detalles y más detalles, como si no hubiera ojo humano capaz de procesar semejante intensidad.
La obra, se estima, fue realizada a comienzos del siglo XVI. Y desde ese momento –quizás incluso por su indudable tono lisérgico– capturó la mirada de generaciones y momentos históricos muy diferentes entre sí.
En este clima, se produce un fenómeno singular: miles de personas, por lo general campesinos iletrados, se arrojan al desierto para convertirse en anacoretas
Puedo asegurar que no andaba pensando en El Bosco últimamente. Y que entre mis intereses, hasta ahora, no había espacio para algo llamado “los padres del desierto”. Pero suele pasar que uno propone y los libros disponen: llegó a mis manos Los hombres ebrios de Dios, texto escrito a mediados de los años setenta por Jacques Lacarrière y publicado recientemente por Ediciones Ubú, con traducción de Margarita Martínez y prólogo de Christian Ferrer.
Entonces, qué decir. Fascinación. Curiosidad. Terror. La posibilidad de entrever –maravilla– el hilo que une al desborde de las visiones de El Bosco con algo acontecido mucho tiempo antes y muy lejos del lugar donde él naciera.
Crítico, director de teatro y viajero interesado en el mundo antiguo, en Los hombre ebrios de Dios Lacarrière se sumerge en el universo del cristianismo copto: historias ocurridas en Egipto, Asia Menor y Etiopía alrededor del siglo IV. Como señala Ferrer en el prólogo, “Oriente era Occidente entonces” y en los movimientos sísmicos que se produjeron en esos años, en esas tierras y en el devenir del Imperio Romano, hay indicios de lo que somos hoy. Aunque seamos tan distintos de quienes habitaron aquel tiempo. Incluso aunque las lenguas en las que se contaron –y, con suerte, escribieron– aquellos hechos se hayan extinguido.
Lacarrière pone el foco en Nitria y otras áreas desérticas de lo que hoy conocemos como Egipto, Siria, Palestina. En el siglo IV, nos cuenta, el cristianismo “prácticamente se había convertido en la religión oficial del Imperio Romano”, las persecuciones habían terminado –de hecho, pronto serían los cristianos los que se ocuparían de perseguir al paganismo– y el culto que había nacido para anunciar el fin de la Historia se afincaba cada vez más en las estructuras nada etéreas del poder. En este clima, se produce un fenómeno singular: miles de personas, por lo general campesinos iletrados, se arrojan al desierto para convertirse en anacoretas. Algunos fundarán los primeros, severísimos, monasterios. Todos vivieron experiencias místicas extremas. Entre ellos estaba el que luego se llamaría San Antonio.
No era una simple huída al desierto. Esos hombres (y algunas mujeres) se retiraban de la sociedad; se iban “del siglo”, abandonaban la Historia. Uno de los mayores logros del libro de Lacarrière es no psicologizarlos. Mientras describe la feroz disciplina a la que se sometían los “padres del desierto”, el autor restringe la mirada contemporánea: nada más fácil que encapsularlos en la psicosis o el masoquismo. Nada más difícil que suspender el juicio de la propia época y dejarse permear por la lógica de aquellos que, en la renuncia a su tiempo y a sus cuerpos, aspiraban a una suerte de radical superación de la especie.
El viaje que propone Los hombres ebrios de Dios es extraño, perturbador, hipnótico. Lacarrière recurre a documentos históricos, pero también a las voces más cercanas de autores como Aldous Huxley o Mircea Eliade. “¿Es importante dejar en los demás una imagen de una vida digna de ser vivida en vez de un breve ciclo vital mal vivido?”, se pregunta, en presente, Christian Ferrer. La respuesta exige tanta entereza como una travesía por el desierto.