Unos 10.319 kilómetros separan a Azul, el lugar donde nació y se crió Franco Mastantuono, de Madrid, donde tendrá su casa después de una transferencia récord y un Mundial de Clubes en Estados Unidos que marcará su despedida de River. Pero para entender las gambetas que pueda tirar en el Bernabéu o los momentos que pase en la Gran Vía o la Plaza Mayor, primero hay que sumergirse en su infancia, tan humilde en sus actos como prometedora a nivel deportivo…
Recorrer la vida de la joya en Azul, una pintoresca ciudad que queda a 300 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, en la que viven poco más de 75 mil personas y que ahora pasará de ser desconocida para muchos a ser googleada por millones de hinchas madridistas, es encontrarse con un lugar que siente un orgullo extremo por su nuevo superhéroe y que tiene tantas historias para contar como gambetas del chico de 17 años que deslumbra al mundo. Es ver la sonrisa de grandes y chicos que lo tienen de ídolo al mencionar la palabra mágica: «Antes los nenes usaban la camiseta de Messi, pero ahora llevan la de Franco. Vas a las canchitas o por la calle y ves una invasión de la #30 que usa. Incluso, vi a algunos que no son de River así», admite Armando Brancatelli, secretario del Club Cemento, donde Mastan jugó en el 2019. De hecho, ni siquiera el cura de la Catedral Nuestra Señora del Rosario es ajeno a su presente…
«Era como Patoruzú, imposible de parar. Corría y manejaba la pelota como ninguno, hacía demasiada diferencia. Jugaba por la derecha, por el medio… te aparecía por todos lados. La única manera de marcarlo era secuestrándolo, ja», se rinde Daniel Tito, ex entrenador de Boca de Azul (sí, justo) y uno de los tantos que debió diagramar sistemas defensivos especiales para intentar frenar a un rubiecito que desde los ocho años sobresalía en una cancha de 11. El intentar no es casual: todos coinciden en que los cuidados dentro del campo eran paleativos.
Hoy, Azul tiene a Mastantuono a la par de Messi (Federico López Claro).
Ver su estado físico, que le permite repetir titularidades incluso con partidos entre semana, tampoco es casual: de familia de deportistas, la vida de Mastantuono era un constante ir y venir. De acá para allá. Con la figura del club siempre presente, a los tres años pisó por primera vez la cancha de fútbol 5 del River Azuleño en el que su papá Cristian fue goleador, campeón, ídolo y profe suyo y no salió nunca más: de piso de madera y también usada para jugar al vóley (a pesar de tener los aros, no se practica básquet por cuestión de horarios), en el espacio más grande e importante que tiene la sede social del CARPA (como es más conocido popularmente en la ciudad) dio sus primeros pasos cuando salía del jardín.
Franco, de bien chico con la camiseta del River Azuleño.
Lógicamente, era todo risas, más allá de que desde ese entonces ya se sentía cómodo en los ejercicios lúdicos propuestos por los profes. Sin embargo, poquito tiempo después empezó a mostrar que tenía algo diferente a los demás: «Verlo con la pelota te llamaba la atención: recién aprendía a caminar y correr y ya dominaba la pelota, distinto a otro chico que quizás le pega para adelante. La llevaba pegada al pie y siempre jugó con chicos más grandes, por lo que tuvo otro roce», explica Marcelo Olariaga, vicepresidente del River Azuleño, sin ser consciente de que estaba viendo a la estrella que el Real iba a contratar para competirle a la figura de Lamine Yamal en el Barsa.
Su relato es desde el conocimiento: su hijo, categoría 2003, solía tener a Franco (2007) como refuerzo estelar en la semana de entrenamientos y los partidos. «Viéndolo en la tribuna decía: ‘¡Cómo juega el pibe!’ El tema es que en ese momento no se medía la magnitud de lo que iba a pasar, cuál era su techo: era muy chico, no te imaginás todo esto. Y sus compañeros también lo veían como uno más, que jugaba muy bien, pero como uno más».
A esos entrenamientos o partidos, Mastan generalmente llegaba junto a su papá en el auto, lo que provoca el orgullo irónico de Jorge, quien tiene su taller mecánico a un par de cuadras de la casa de la familia, se dedica a arreglar las tapas de cilindro (pieza del motor indispensable para la combustión) y los tenía como clientes: «En parte llegó a ser lo que es gracias a mí, que le vendía las cosas para el auto a su papa, ja», cuenta quien sigue siendo muy amigo del padre y no duda al afirmar que «es un pibe divino».
Acostumbrarse a la diferencia física que existe a esa edad fue uno de los puntos clave que hizo que no le pesara pasar de Quinta a Primera, ni debutar a los 16, ni hacer que hasta los hinchas de Boca de su ciudad festejaran su golazo en el superclásico ni ser la venta más cara de la historia del fútbol argentino. Y no fue la única vez que lo hizo: en el 2019, cuando tenía 11 (el 14 de agosto cumpliría 12) y pasó un año a Cemento Armado (único cambio que tuvo y último club antes de venirse a Buenos Aires), jugaba también con la 2006.
«Nosotros se la dábamos y él, en un espacio chiquito, hacía lo que quería. Se notaba de lejos que tenía un físico de la puta madre. Iba de un arco a otro con la pelota dominada… Era una bestia, te sacaba un peso de encima, me tiraba muchos pases filtrados por arriba», rememora Felipe Spitale, extremo de aquel equipo y actual jugador del club al que este pase de 45 millones de euros le cambia la vida, dado que embolsará una suma extrafalaria para su humilde economía por los derechos de formación. Si bien sus dirigentes cuentan que todavía no tienen totalmente definido el destino del dinero, mejorar las instalaciones para los chicos y poder formar a un nuevo Mastantuono será la prioridad.
La cancha de Cemento Armado (Federico López Claro).
A diferencia de hoy, como lo reflejan los medios del mundo y los fanáticos del Madrid en sus edits, en ese entonces Mastantuono tenía un pelo largo rubio que le llegaba por debajo de la nuca. Los que no cambiaban eran sus días, que eran de acá para allá, sin descanso. A la mañana, iba al colegio Inmaculada Concepción, donde hoy muchos chicos no pueden creer sentarse en el mismo banco que él y sueñan con continuar su camino («Quiero ser como Franco», gritan algunos por una de las ventanas que da a la calle); luego, se iba rápido a sus clases de inglés particular (otra de las cosas que demuestra su formación académica más allá de la deportiva); de ahí, merienda por medio, se ponía las zapatillas de polvo de ladrillo, agarraba el raquetero y se tomaba el 502 en la esquina de su casa u optaba por la bici para ir al Club de Remo a entrenar tenis, su otra gran pasión; y finalmente, con el bolso cargado y muchas veces comiendo una banana, atravesaba casi todo Azul a lo ancho (5,5 kilómetros) para llegar a Cemento Armado y seguir perfeccionando su zurda mágica.
De chico, tenía el pelo largo. Acá, con un par de trofeos con la camiseta de Cemento.
Generalmente, los entrenamientos eran en una canchita con arcos sin red y un pasto cuidado pero algo irregular, aunque a veces se mudaban al estadio donde jugaban los findes, que tiene una pequeña tribuna principal, un par de cabinas de prensa, enrejado en cada lado, campo de juego en estado muy cuidado y la red de los arcos con un estilo similar a la de los brasileños.
Como si fuera poco, los sábados a la noche o directamente los domingos viajaba a Buenos Aires para jugar con la Novena de River en la Liga Metro: al no ser AFA, podía estar fichado en otro club (Cemento) y competir también en este torneo, lo que le permitía al Millonario ya tenerlo al menos un día en Núñez. Tan bueno era que ni siquiera le hacían falta los entrenamientos en la semana con sus compañeros para destacarse en los partidos.
Era una maratón, sí. Pero, admiten sus ex compañeros todavía impresionados y movilizados porque desde el semestre que viene lo verán con la camiseta blanca, nunca llegaba al final del día con una mala cara o algún síntoma de cansancio. «Entraba al club al trote, se cambiaba acá en el vestuario y se ponía a jugar al fútbol. Hacía lo que quería, parecía como si no hubiera hecho nada antes», dice con una sonrisa Juan Pedro Callejo, delantero chiquito y picante de aquella categoría que aprovechaba las genialidades de Mastan para dedicarles goles a sus familiares. «Me quería tanto que me decía ‘andá de 9 que yo te la doy’. Siempre intentaba darme los pases y, si íbamos ganando por goleada y yo no había hecho ninguno, me ayudaba y era el único que venía a abrazarme para festejar».
Lo más llamativo de este mini Franco de 12 años, que muchas veces cruzaba la calle desde su casa (ya no pertenece a la familia, pero sigue siendo un lugar en el que los azuleños se sacan selfies) para hacer las compras en el almacén de Silvia y se llevaba algún chocolate de regalo, es que no era un fenómeno únicamente de Azul. En ese 2019, fue a jugar un torneo en Mar del Plata con Cemento Armado en el que un contundente 0-8 contra San Lorenzo fue lo de menos: «Jugó tan bien que los rivales le pidieron la camiseta, pero les dijo que no porque no teníamos otra para jugar», explica con una sonrisa Matías Pacheco, lateral del equipo.
Así era Mastan de chico.
Es más, como ya lo habían visto los captadores de River en años anteriores (Daniel Brizuela lo dejó señado verbalmente en una prueba), los entrenadores del Ciclón aprovecharon ese tiempo que compartieron para pedirle si podía probarse con ellos, cosa que rechazó: su prioridad, desde chico, era el Millo. Aparentemente, esa respuesta no conformó a la gente de San Lorenzo: «No sé por qué, uno de los ojeadores de ellos dijo ‘ese chico no iba a llegar a nada’. Me va a quedar ese recuerdo para siempre, estaba a dos metros y tiró esa. Espero que ahora se acuerde del nombre de Franco, ja», todavía no lo puede creer Santiago Dinolfo, el segundo marcador central.
Los de River que lo probaron cuando tenía 10 años en el predio de Alumni Azuleño no llegaron a ese extremo con este chiquilín fanático del deporte y algo calentón cuando no le salían las cosas como quería, pero sí se mordieron los labios por un rato. Varios tuvieron ganas de matarlo, de hecho. «Por más que en la prueba con los de su edad agarraba la pelota e iba de un arco a otro, la idea de los captadores era que jugara con chicos más grandes. Cuando llegan, lo empiezan a buscar a Franco y todos se preguntaban desesperado dónde estaba porque no aparecía por ningún lado. Se había ido a tenis. El técnico de River quería seguir probándolo, pero el papá le dijo que se había ido a tenis, que tenía entrenamiento a las 17. Lo enojados que estaban… ‘No lo llamo más’, ‘no puede hacer eso’, ‘esto es algo serio’, nos decían. Después surgió otra prueba y lo vinieron a buscar», rememora Juan Manuel Patera, entrenador del Boca de Azul que fue testigo de la anécdota porque era uno de los profes de la ciudad que estaban para ayudar.
Mastantuono tenía un buen drive de chico.
No se trataba de una cosa de niños ni de una irresponsabilidad. De hecho, era de sumamente responsable: el tenis, durante toda su infancia, ocupó un lugar muy importante en la vida de Mastantuono. Diestro para pegarle y entre los mejores del ranking nacional de menores, daba vueltas por el país jugando torneos G1 y otros Nacionales representando al Club de Remo. «Era aguerrido, disfrutaba de la actividad, bajo presión seguía jugando igual o mejor y le gustaban las propuestas: hasta que no lograba el objetivo, seguía insistiendo», cuenta Ignacio Poblet, el profe que lo guió durante todo su paso por la raqueta y que a veces hasta hacía de psicólogo: el mini Mastan muchas veces se enojaba y lo demostraba, pero siempre seguía hacia adelante.
Franco (el chico de gorra), junto a su profe, Nacho Poblet.
Afuera de la cancha, igual, siemper era todo risas: «Para Franco, los viajes eran una fiesta. Una vez, viene un profe y me dice: ‘Che, Nacho, fijate que al gringuito creo que se le salió la cadena’. Llego a la habitación y estaba Franquito arriba de las camas con una botella tirándose agua con los otros compañeros… Un lío era, ja», recuerda.
Sí, de Azul a Madrid pasaron muchísimas cosas más que los 10.319 kilómetros que las separan. Y vale la pena recorrerlas…
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