“Mi primer dibujo lo hice con los dedos sobre el polvo después de un terremoto”. Con esa frase tan poética como dolorosa, el artista colombiano Jorman Gutiérrez cerró el capítulo 11 del Summit de Innovación organizado por LA NACION. En diálogo con José Del Rio, secretario general de Redacción del medio, Gutiérrez narró una historia de vida atravesada por el abandono, la tragedia y una búsqueda constante de belleza, que lo llevó desde su infancia en Colombia hasta consagrarse como artista visual en museos nacionales argentinos. Un relato de resiliencia, color y transformación.
Nacido en Armenia, una ciudad del eje cafetero colombiano, en 1994 su vida dio un giro temprano cuando su madre los abandonó a él y a su hermano pequeño en medio de un basural. “Tengo grabada esa imagen: yo abrazando mi mochila celeste, viendo alejarse a mi mamá sin entender nada”, recordó.
Poco después, un terremoto devastador sacudió su ciudad. Tenía apenas cuatro años. Su abuela lo cubrió con su cuerpo y lo salvó de los escombros. “Me protegió como una heroína. Yo no veía nada, el polvo me había tapado los ojos. Ella me los limpió gota a gota con un té muy particular que se hace en Colombia conocido como agua de panela”, relató.
Cuando recuerda el reencuentro con su madre biológica, lo hace con calma y sin rencor. “Sí, me reencontré con ella tiempo después. Como cualquier chico, quería saber quién era mi mamá, pero cuando la conocí no hubo conexión. No pudimos construir un vínculo”, contó. Aunque ese momento le generó tristeza, con el tiempo logró resignificarlo. “Después lo pensé y entendí que fue mejor así. Que mi camino tenía que ser otro. Hoy estoy muy feliz con la vida que construí, con hacer lo que me gusta y poder ayudar a otros”, recordó.
Entre ese polvo comenzó a surgir el arte. Sin lápices ni cuadernos, “Horman” (como también lo conocen) dibujaba con trozos de ladrillo sobre las paredes. Lo que parecía un juego era, en realidad, su forma de resistir. “El arte fue mi refugio. No era un pasatiempo: era mi forma de entender el mundo”, explicó. La pobreza fue una constante, pero también lo fueron los gestos que encendieron su creatividad. Recuerda cómo sus compañeros de escuela le prestaban colores para que pudiera pintar, o el momento en que su abuela le regaló su primera caja de lápices: el aroma de la madera recién sacada punta se le grabó como un recuerdo imborrable.
También mencionó la emoción de abrir un libro y descubrir no solo historias, sino olores, texturas, mundos. En esos pequeños instantes —que él define como mágicos— fue encontrando una forma luminosa de mirar la vida. Así empezó a forjar un estilo autodidacta y sensible, que combina técnicas clásicas con una estética contemporánea y profundamente latinoamericana.
A los 19 años, llegó a la Argentina con una mochila y sin nada. “Dormí en plazas. Trabajé sin parar”, recordó. En Buenos Aires tuvo la oportunidad de conocer al maestro Guillermo Roux y, a partir de ahí, se formó en talleres de acá, de México, Francia, Italia y España. “Lo hice con lo que tenía a mano: un solo lápiz o una birome ya era un universo”, dijo. No fue una elección racional: sintió desde siempre que no podía hacer otra cosa.
Hoy, con 30 años, Gutiérrez es director del Departamento de Artes Visuales en Zink Industrias Creativas, y su obra ha recorrido galerías y museos de América Latina. En la actualidad presenta “Eternas“, una serie de dieciséis retratos en óleo de mujeres soñadas, leídas o imaginadas, que se expone en la Casa Nacional del Bicentenario. “Es un sueño estar colgado en un museo nacional. No es fácil hacerse un lugar en el mundo de la cultura. Pero se puede”, aseguró.
A diferencia de la imagen bohemia del artista, Gutiérrez defiende el trabajo metódico y disciplinado. “Me tomo el arte muy en serio. Pinto hasta dieciséis horas por día. Estudio, mejoro, me esfuerzo. No es inspiración mágica, es dedicación profunda”, señaló.
Sobre la inspiración y su visión del arte, respondió sin dudar: “Todo me inspira. Los árboles, las flores, las personas, las texturas. Siento que el arte tiene que hacerte sentir, conmoverte. Como cuando vas al teatro y salís sorprendido, movilizado por el trabajo de mucha gente. Eso tiene que hacer el arte: emocionarte, llegar al corazón”.
Además, confesó que muchas de sus obras tienen rasgos de su esposa, su musa. “Su pelo, sus ojos, sus manos están en mis personajes. Lo familiar es mi punto de partida”, explicó.
La historia de Gutiérrez no es solo la de un artista, sino la de alguien que decidió no quedarse atrapado en el dolor. Reconoce que su vida tuvo momentos difíciles, pero también pequeños instantes de felicidad y gestos que lo marcaron para siempre. No eligió las circunstancias que le tocaron, pero sí la manera en que las narra: con colores, con vida. Si su existencia fuera una pintura, aún no sabe qué título le pondría, pero tiene una imagen clara en la mente. Pinta terremotos, y al hacerlo, libera un silencio familiar que nunca antes se había pronunciado. Su vida es, en sus palabras, una serie de réplicas: cada obra, una historia nueva y eterna. Por eso, si tuviera que nombrarla, sería Réplicas.