Ya hace mucho que Freud escribió acerca de lo que llamó “el beneficio secundario de la enfermedad”. En varios de sus textos el creador del psicoanálisis se refirió a la actitud de algunas personas a las cuales les costaba avanzar en su sanación debido a que su patología, independientemente de cuál fuera, les otorgaba ciertos beneficios.
Lo habitual es que las personas quieran sanarse cuando sufren algún tipo de enfermedad. Sin embargo, a veces ese deseo convive con otro que lo contradice, que es el de perdurar en el estado patológico dado que con el mismo se ha conseguido lo que, de otra manera, no sería posible conseguir.
Existen quienes hasta exageran sus síntomas con tal de lograr ser el centro de atención, obtener beneficios materiales, dominar desde la culpa a los otros, refugiarse de un mundo “sano” al que temen, y varios otros “logros” que nos ubican en un territorio complejo, ya que esta actitud no siempre es algo del todo consciente ni siempre es llevada adelante desde la mala fe.
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Para nuestra suerte, los humanos hemos incorporado a la solidaridad como un elemento evolutivo. Esa posibilidad solidaria tuvo y tiene gran eficacia en lo que hace a nuestra supervivencia como especie. Se atribuye a Margaret Mead la idea de que la civilización no comenzó con descubrimientos técnicos o con una determinada organización social, sino que lo hizo cuando las personas se ocuparon de acompañar a otras que sufrían. Para el caso, la reconocida antropóloga señaló que el hallazgo de antiquísimos fémures rotos, pero que estaban soldados, indicaba la primordial diferenciación de lo que era animal y lo humano “civilizado”. A diferencia de otras especies en las que la rotura de una extremidad era una sentencia de muerte, los humanos inauguraron un sistema de relaciones en el que se daba importancia al cuidado del otro que estaba imposibilitado de caminar, dando la oportunidad, en este caso, a que los huesos lograran soldarse. Algunos dirán con razón que esa alternativa no siempre se ejerce, pero de hecho ocurre y marca una diferencia.
Al enfermo se lo cuida. Al menos esa es la premisa que se cumple en la mayor parte de las circunstancias y que, como vemos, viene de lejos. Sin embargo, como siempre pasa, el diablo mete la cola aun en los territorios más virtuosos. Es así que ese afán solidario que indica quizás lo mejor de nuestra condición, es utilizado para fines no demasiado saludables en ciertos casos.
Acá hacemos un llamado de atención: la idea no es hablar mal de quienes requieren de ayuda, culpabilizando a los dolientes de su condición. Tampoco es justificar los abandonos que, sabemos, también ocurren e indican egoísmos e irresponsabilidad, sobre todo con niños y ancianos. Sin mencionar temas más dramáticos de nuestra situación social, en la que hay problemas que requieren de la solidaridad y el amor comunitario para ser solucionados.
El objetivo sí es hacer foco en esa dimensión menos visible, pero muy frecuente, que es la de ese tipo de situaciones en las que, como bien señalaba Freud, la enfermedad puede «proporcionar un asilo inexpugnable contra las exigencias insoportables de la vida.»
Los ejemplos son muchos, y lo difícil es que en la mayoría de los casos el problema de la persona tiene un origen real y se corre el riesgo de parecer desalmado al señalar la cuestión del “beneficio secundario”.
Es sabido que la solidaridad tiene más que ver con el conmoverse con el otro que con la culpa de verlo “mal”. Ayudar al prójimo no surge del sentirse culpable por él, sino por un deseo que abreva en fuentes más genuinas. Por eso, no sirve demasiado sentir culpa ante alguien que está en una condición doliente o de dificultad. Sirve conmoverse, que es otra cosa.
Un ejemplo es lo que ocurre con el llanto. Cuando vemos a una persona llorar de verdad, se nos suelen llenar los ojos de lágrimas o se nos hace un nudo en la garganta. Sin embargo, hay quienes lloran, pero, frente a ellos, lo que se siente es culpa por el rechazo o desagrado ante una expresión que “debiera” tocarnos de otra manera. La experiencia indica que cuando algo así ocurre generalmente no se trata de indiferencia, sino que la intuición funciona (sobre todo cuando está libre de prejuicios) y es por eso que las “lágrimas de cocodrilo” no tocan el propio corazón.
El tema da para largo y cada persona tendrá su experiencia acerca de casos en los que, bajo el ropaje de un real estado de enfermedad o debilidad, el manejo victimizado complicó las cosas. Sirve identificar ese tipo de conductas, no para dejar de ayudar, sino para ayudar bien, honrando aquel viejo mandato de nuestros ancestros, que cuidaban a los suyos para que pudieran volver a caminar junto al resto de sus congéneres, con huesos que tuvieron tiempo de sanar gracias a la ayuda de sus compañeros de ruta.