El martes, a las cinco de la tarde, Cristina Kirchner saludó con la mano a la dirigencia con la que había dialogado durante varias horas en la sede del PJ y se encerró en su despacho del tercer piso. Lo sabía: sería la última vez, al menos por los próximos seis años, que iba a ocupar ese sillón reservado para los presidentes del peronismo. En la vereda del emblemático edificio de Matheu 130 se lanzaban gritos, amenazas, se agitaban banderas de La Cámpora y se insultaba con bronca a Javier Milei, Mauricio Macri y a los jueces de la Corte Suprema de Justicia.
Adentro, en los tres pisos del partido -45 oficinas, diez salas de reuniones, un auditorio, un quincho, un busto de Evita, otro de Perón, una Virgen con el escudo peronista bordado con hilo dorado, fotos gigantes del matrimonio Kirchner, escritorios apilados y afiches tirados en el piso con imágenes que recuerdan mejores épocas- se oía un bullicio incómodo. Pasaron veinte minutos y llegó el tsunami. Fue cuando Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Ricardo Lorenzetti avalaron la condena contra la ex presidenta a seis años de prisión e inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos por administración fraudulenta, y la decisión se viralizó en los celulares.
La mujer que gobernó la Argentina durante dos presidencias, que fue diputada, senadora, vicepresidenta, que ungió a Alberto Fernández rumbo a la Casa Rosada y a Axel Kicillof hacia la gobernación y que durante las últimas dos décadas no se apartó nunca del centro del teatro político, recibió la noticia junto a tres personas: su hijo, Máximo Kirchner; el ministro de Justicia bonaerense, Juan Martín Mena; y su secretario privado, Mariano Cabral. Se abrazaron, tomaron aire y salieron del despacho. Estaban, por más que conocieran la información de antemano, ante un estado de shock. Cuando la verdad llega, no suele tener remedio.
Maximo Kirchner,y el abnogado de Cristina Carlos Beraldi. Foto: Reuters,
La propia Cristina abrió la puerta de la oficina, para sorpresa de todos. Se le fueron encima colaboradores, ex ministros, intendentes, diputados y senadores. La mayoría lloraba, lloraba desconsoladamente. Ella no. Ni una lágrima. “Está hecha de otra sangre”, decía uno de sus discípulos.
Cristina se retocó el maquillaje, acaso uno de los últimos vestigios que está dispuesta a perder, y se dirigió a hablar con la militancia. Le ofrecieron hacerlo desde el balcón, pero no quiso. Bajó las escaleras y se detuvo en la puerta. Allí, acompañada por Máximo y Alicia Kirchner, calificó como “monigotes” a los jueces de máximo Tribunal y dijo que en la Argentina se instaló “un cepo al voto popular”. Sobre la impresionante red de corrupción por la que fue condenada, nada. Ni en su momento frente a los jueces (“preguntas tienen que contestar ustedes”, desafió a los magistrados del Tribunal Oral Federal 2 ni ahora delante de su feligresía. La Justicia contrastó ese silencio con una avalancha de pruebas. Lo hizo en varios procesos en los que intervinieron dieciséis magistrados: todos, sin excepción, la encontraron culpable de un multimillonario fraude al Estado.
Después del discurso en el PJ, Cristina se retiró al departamento del segundo piso de San José 1111, en el barrio de Constitución, donde sus abogados pidieron que le concedan el beneficio de la prisión domiciliaria. Todo indica que gozará de ese privilegio que otorga la ley a los mayores de 70 años. Aunque hay un gran debate porque la jefa del partido tendría intenciones de convertir ese sitio de detención en un búnker político y, quién sabe, también de campaña permanente, lo que podría violar el espíritu de la norma.
La zona ya fue copada por fanáticos y vendedores ambulantes que levantaron puestos de choripán y fernet que permanecen abiertos incluso a la medianoche. La zona podría convertirse en una especie de altar para venerar a su líder mientras transite la condena. El Ministerio de Seguridad que conduce Patricia Bullrich ya habría sugerido que buscaran otra casa para la prisión.
Intendentes del GBA y el senador Mariano Recalde le ofrecieron, previo a la condena, una búsqueda de quintas y casas en el Conurbano para que estuviera alejada del ruido y de la prensa. En su entorno también evaluaron propiedades en Río Gallegos y El Calafate. Pero Cristina les avisó que no piensa moverse de la Ciudad de Buenos Aires. “Me quieren ver muerta, pero no les voy a dar el gusto”, contestó.
No piensa, ni por asomo, en el retiro. Al contrario: cuando sale a bailar al balcón, cuando se ríe, cuando actúa como si su ocaso no fuera conmovedor, con todo eso -dice- también hace política. Si tuvo algún instante de disfrute en estos días fue cuando, al ver los programas políticos, detectó que algunos periodistas se indignaban con sus salidas al balcón.
Los jueces de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, Horacio Rosatti y Carlos Rosenkrantz.
Lo único que no está dispuesta a conceder sin dar pelea es a que la vean en situaciones propias de quienes han cometido delitos, como si pudiera negar así lo que le está ocurriendo. Sus abogados pidieron que la eximan de la tobillera electrónica y que no le quiten los custodios, que son cerca de 150. “Quieren mi foto esposada -le dijo a su equipo de abogados-. Buscan esa imagen para humillarme. No permitan el show”.
El jueves fue un día de negociación. El kirchnerismo habló con distintos funcionarios judiciales (entre ellos con el secretario general de la Cámara de Casación Federal) para tratar de evitar que Cristina pase por Comodoro Py y que los trámites de su detención se hagan en su departamento. En el Gobierno se enteraron. Desde el Ministerio de Seguridad habrían sugerido que le den el gusto para evitar las marchas y focos de conflicto social. El temor a la violencia se incrementó el martes a la noche, cuando militantes kirchneristas atacaron el hall de TN y Canal 13 y destrozaron los autos de periodistas e invitados y el de una vestuarista que tiene un Clío 2006 y que, en el momento del ataque, estaba planchando camisas.
Los interlocutores cristinistas que acudieron a Comodoro Py insistieron con la propuesta de no hacer mover a su defendida de Constitución, pero la respuesta no fue positiva. Luego, pidieron garantías para que no sea sometida a un “linchamiento” -así lo llamaron- mediático. Desde los Tribunales les habrían asegurado que la ex presidenta entrará y saldrá rápido y que no se difundirá su foto con las esposas. Aunque hay referentes judiciales importantes que ya pusieron el grito en el cielo y avisaron que debe ser tratada como cualquier preso, sin el mínimo privilegio. Dicen que la ley debe ser igual para todos. ¿Dormirá Cristina en una alcaidía, al menos una noche? Es uno de sus peores fantasmas.
En el peronismo preparan una gran marcha para el miércoles. Convocaron a intendentes, gobernadores, gremios y militantes. Prevén una caravana desde Constitución a Comodoro Py. La movilización podría ser desactivada si la Justicia acepta que la notificación y los trámites de su detención se hagan por Zoom.
¿Y el futuro del PJ? ¿Y las candidaturas en la Provincia? Cristina no solo no podrá ser candidata. Tampoco podrá permanecer al frente del partido porque, tras la condena, será expulsada del padrón. Su idea es manejarlo en las sombras.
Axel Kicillof, llegando a la sede del PJ:
Podría resultar un problema para Kicillof, que se perfilaba para discutir con ella las listas. Mucho más si prospera la postulación de Máximo, su enemigo interno. El efecto detención podría jugarle en contra al gobernador. Hay quienes lo comparan con la muerte de Néstor Kirchner. “Cristina pasó del velorio a la reelección”, afirman sus amigos de aquella época. Pero el país, desde luego, es otro.
Los cristinistas creen que, aun bajo arresto domiciliario, la jefa podría concentrar la atención, coercionar al partido y erigirse como la gran electora del peronismo para septiembre y octubre. Detrás, el mito. El que sostiene que ella fue apartada de la competencia porque los poderes fácticos, en una conjunción de intereses y maniobras espurias, la proscribieron.