Esta edición de Clarin Rural pone foco en los tratamientos de protección de cultivo. Es un aspecto clave en la producción agropecuaria moderna, y en el caso de la Argentina ha sido extraordinaria la evolución de los equipos y los sistemas, constituyendo una de las principales bases de la competitividad de estas pampas.
Ahora está eclosionando la era de los drones. Es fortísima la movida: arrancaron hace cuatro o cinco años más que nada para hacer relevamientos, y poco a poco fueron agregando funciones: pulverización, fertilización y siembra. En el tema tratamientos, al principio se los pensaba como complementarios de las pulverizaciones aéreas o terrestres, para zonas de acceso difícil, lotes sin piso, etc. Pero se fueron abriendo paso y ahora desafían abiertamente a los sistemas “tradicionales”.
¿Tradicionales? Hace 50 años, cuando se había hecho indispensable el control químico de malezas e insectos, se utilizaban pulverizadoras de arrastre, todas de fabricación nacional. El “módulo” era de diez metros de ancho de labor. El líder fue Barbuy, con su coqueta planta de Bell Ville.
A nadie se le había ocurrido todavía hacer un automotriz, hasta que el gran Tomás Aráus de Noetinger (que fabricaba cosechadoras) hizo un triciclo de buen despeje, con tanque en posición vertical allá por 1970. El ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia de Buenos Aires tenía una pequeña flota, con la que ayudaba en las campañas contra la tucura y en algunos casos contra malezas de combate obligatorio.
Poco después aparecían las de cuatro ruedas, bastante rudimentarias, pero que anticipaban lo que vendría. Uno de los primeros fue Corti, de Alfonso, que le fabricó una para ensayos al INTA de Pergamino. Paradoja: hoy la Experimental, pionera de tantas cosas, padece la prohibición del uso de agroquímicos por una absurda orden judicial.
Los hermanos Campagnaro, en Pavón Arriba, vieron la veta y se largaron a armar los primeros “mosquitos”, con elementos de desarmadero: motores F100, cajas de tres velocidades y diferencial de camionetas, con ruedas chicas y tanques de 600 a 800 litros. Y barras de 16 metros. El motor era la expansión sojera, que requería más tratamientos a lo largo del cultivo.
Se multiplicaron los fabricantes. Hubo como 20. No había mucho para copiar en el mundo en esos tiempos. En los EEUU, ninguna de las grandes hacía pulverizadoras. La única que se conocía era la Hagie, que aquí había entrado como despanojadora de maíz, pero no como pulverizadora.
Empezaron a hacer máquinas cada vez más grandes y con innovaciones increíbles. Fuertes, livianas, ágiles. Con el tiempo, Juan Carlos Pla (de Las Rosas) se adueñaría del mercado, hasta que se le fue metiendo Luis Dadomo con Metalfor, desde la pequeña localidad cordobesa de El Fortín.
Hace diez años, cuando John Deere quiso entrar en el rubro, vio que se le complicaba competir con la industria local. Trajo sus propias pulverizadoras, para ubicarlas en el segmento de alto poder adquisitivo y más sofisticado. Pero compró Plá, después de haber intentado hacerse de alguna otra.
Llegaron también las brasileñas. Jacto primero, asociada el principio con Yomel y luego abriendo su propia operación. Más tarde entraría Stara.
El mayor hito de esta historia fulgurante fue la introducción de los botalones de fibra de carbono. Se inspiraron en los mástiles de veleros. Una navegante, Ana Fernández Mouján, le llevó la idea a King Harken. Tras muchos cabildeos, se decidieron a hacer un prototipo de 36 metros, casi el doble de lo habitual. Fue un boom. A los tres años John Deere les compró la fábrica levantada en Campana y desde allí proveen a otros países.
Y ahora llega la era de los drones (que son también de fibra de carbono). Y las aplicaciones selectivas, para las pulverizaciones terrestres que ahora también se apoyan con los mapas que trazan los drones.
Nuevos actores y competidores en esta fascinante huida hacia el futuro de lo que es hoy la agricultura más eficiente del mundo. No fue magia.