Mundos íntimos. Al morir mi gata, prometí no volver a adoptar. Por suerte, cambié: amar menos para protegerse es mala idea.

La rescatista lo soltó en mi baño y él se escondió detrás del inodoro. Era una noche de sábado que prefiero recordar como brillante y estrellada, aunque no presté atención a las luces del cielo en ese momento. Estaba muy asustado y apenas se dejaba ver. Un gato de unos dos meses (según lo que había dicho el veterinario). Lo habían rescatado de la calle, tenía mucho miedo y la cola cortada. Después de darme varias indicaciones de como cuidarlo, la rescatista se fue y me quedé sola con él.

Mirá también

Mirá también

Animarse a vivir el mundo

Habían pasado quince días de la tarde en que pensé “nunca más adopto un gato”. Fue saliendo de la veterinaria donde habían dormido a Frida para siempre. Compartimos diez años. Pasamos juntas por diferentes mudanzas. Teníamos nuestras rutinas inquebrantables: el desayuno, los juegos, mis momentos de lectura y escritura con ella en mi regazo, su recibimiento a maullido limpio cada vez que yo volvía de cualquier lugar. Cada noche en que dormía sobre mis pies fuera invierno o verano. Su manera diplomática de pararse al lado de la puerta cada vez que quería echar a las visitas. La elegancia que tenía para mirar la lluvia como si todas las veces fuera la primera. Estábamos tan unidas que ella se aferraba a la vida con todas sus fuerzas mucho más tiempo del que su cuerpo estaba aguantando.

Mirá también

Mirá también

Apariciones espectrales

Hasta esa tarde, Frida estaba internada desde el día anterior conectada a un respirador, que me llamaron de la veterinaria para avisarme que no iba a llegar con vida al horario de visita. Llegué y firmé los papeles autorizando a que la durmieran porque ya era mucho el dolor aunque fuera solo por unas horas más. Estuvimos juntas hasta su final. Salí del lugar y el frío me golpeó en la cara.

Frida se paraba en la puerta cuando quería que alguien se fuera de la casa de Nuria Rodríguez..

Los días que siguieron a la muerte de Frida fueron un infierno. Conté con el apoyo de todos mis amigos. Me visitaban y pasaban tiempo conmigo. La primera semana tuve vacaciones en la librería donde trabajo, lo cual me dio un tiempo libre que en ese momento no quería tener. Necesitaba estar ocupada en algo, no pensar y, más allá de todos los esfuerzos, el silencio en mi casa se me colaba en el alma. Aunque pusiera música fuerte, la tele o cualquier película cómica.

Todos los rincones de mi casa parecían estar llorando a Frida. Me escapé varias veces a reuniones con amigos, milongas, al cine. El problema era volver, abrir la puerta y no verla venir a buscarme. Ahí entendí lo que era estar sola, realmente sola, sin lado bueno.

Mcfly llegó temeroso. Al principio se escondía en el baño de Nuria Rodríguez y salía solo de noche. Muy de a poco fue sintiéndose seguro.

Terminaron las vacaciones y volví a la librería, las horas que pasaba en el trabajo me distraía atendiendo clientes, ordenando los libros y conversando con mis compañeros pero cuando volvía a mi casa lo único que hacía era ponerme a ver alguna serie y tomar vino hasta quedarme dormida.

Hasta que una noche contacté a la gente del hogar de rescate “Garritas de Palermo”. Vi muchas fotos de gatitos que estaban en adopción, pero no podía adoptar. No sabía exactamente si el duelo por Frida me iba a dejar aceptar de nuevo una mascota. Me postulé como hogar de tránsito, esto era recibir un gato en casa y cuidarlo hasta que le consiguieran una familia definitiva. Sentía una terrible culpa por lo que estaba haciendo, querer suplantarla como si fuera un objeto decorativo. Me hubiera encantado que los motivos por los que me postulé hubieran sido mucho más románticos y nobles pero realmente eran muy egoístas. No quería ni un día más de esa soledad. Ya desde el momento en que pasé toda la información que necesitaba el hogar para comprobar que soy una persona responsable me empecé a sentir mejor, como ocupándome de algo grande.

Entonces llegó Mcfly y se escondió detrás del inodoro. Él ya tenía nombre, le habían puesto Clyde pero yo quise cambiárselo por el del protagonista de “Volver al futuro”. Tampoco era un nombre sino el apellido del personaje interpretado por Michael J. Fox pero me parecía gracioso, más entrañable Mcfly que Marty. La rescatista se fue y nos quedamos solos. Él seguía escondido, le acerqué atún y algo del alimento húmedo ese que se supone que es una delicia. Nada lo hacía salir de su escondite. Lo dejé solo y me senté a ver la tele pero volví al baño a cada rato. Me quedé sentada en el piso y le hablé bastante para que se acostumbrara a mi voz hasta que lo escuché maullar. Cuando no pude más del sueño me acosté y me dormí.

A la mañana siguiente vi que había menos alimento en su plato de balanceado y que había usado las piedras sanitarias. Mcfly había salido a recorrer el departamento mientras yo dormía. Me asomé al baño y vi que estaba acostado en la bañadera. Se quedó muy quieto, recién en ese momento pude verlo bien y me di cuenta de que era bizco. Parecía un osito de peluche paralizado. Logré sacarle una foto antes de que volviera a esconderse.

Pasaron tres días hasta que salió de su escondite en el baño. Yo estaba sentada leyendo y lo vi pasar hasta meterse debajo de la cama. Cuando me acosté para dormir y apagué las luces, él maulló y yo le hablé no sé de qué. Seguro que le dije buenas noches o algo así. Esa noche sentí como que me devolvían un poco de paz.

Ya pasaron casi dos años desde que Mcfly llegó a casa. Pensé que tenía su cola cortada, ya me había puesto a investigar sobre el tema (parece que hay varias mitologías, la que más me gustó fue la versión de que el gato sin cola es el que llegó último a entrar en el arca de Noé por distraerse jugando. Al cerrar la puerta del arca le cortaron la cola sin querer pero con el tiempo la cola empezó a crecer de forma despareja. En realidad está quebrada, no siente ningún dolor por eso. Solamente lo hace un poco diferente. Sigue siendo bizco, un amigo me dijo “es un enhebrador de agujas invisibles”. Como no ve bien no se sube a las mesas, solo a sillas y a la cama. No sé qué fue lo que le pasó antes de que llegara a casa, se nota que lo maltrataron.

Es muy difícil que Mcfly se deje ver por el veterinario, le tiene terror. Cuando lo llamo para que le aplique las vacunas hay que correrlo por todo el departamento hasta atraparlo. Uno de sus problemas es que no estuvo con la madre durante los primeros cuarenta y cinco días en que aprenden a confiar y las cosas más básicas. Cuando le conté todo al veterinario le dije “lo más parecido que tiene a una madre soy yo… y soy un desastre”

Nos fuimos aceptando de a poco. Yo fui dejando de lado el pensamiento de que lo necesitaba porque estaba sola. Había tantas cosas de que ocuparse para que se sintiera querido que me hizo despertarme del letargo. Las cosas no se mezclaron, seguí extrañando a Frida y la extraño todavía. Lo que me trajo Mcfly fue la gran responsabilidad de cambiarle la vida así como él me cambió la mía.

Todos los días me termino riendo por algo que él hace. Mete un ratón de juguete en su tarro de agua, me sigue maullando por todo el departamento hasta que le sirvo su plato de comida húmeda cuando llego de trabajar. Se para al lado de la caja de juguetes cuando quiere que juguemos. Deja que lo alce solo cuando él quiere. Todavía no encuentro el escondite donde metió los tapones de plástico de la bañera.

La primera vez que se plantó frente a la tele fue durante una de sus tímidas salidas de los escondites. Yo estaba mirando una película “Despedida de soltero” (una ochentosa con Tom Hanks). Se veía como algunos personajes se escapaban corriendo por una escalera y Mcfly se acercó. Se incorporó en dos patas y quería como jugar con lo que pasaba en la pantalla. Esa fue la primera vez que lo vi divertirse. La mañana siguiente avisé al grupo de rescate que quería adoptarlo definitivamente.

Poco tiempo después llegó la primera vez que se subió a la cama para dormir conmigo. Los primeros días se acostaba al lado mío y después ya se vino directamente sobre mis pies hasta el día de hoy.

Todo con Mcfly fue construir muy de a poco un lazo de confianza mutua y de volver a formar en esta casa nuestro refugio. Cuando nos encontramos, los dos estábamos rotos por el pasado y de alguna forma seguimos así pero juntos.

A veces pienso en como va a ser el final ¿Qué va a pasar cuando el dolor nos vuelva a rodear? Y ahí es cuando me acuerdo de lo que había pensado esa tarde “nunca más adopto un gato”. Seguramente él viva menos que yo. Ojalá el viva menos que yo y pueda acompañarlo hasta el final igual que a Frida. Porque a veces estallamos en mil pedazos pero de solo pensar que le puedo dar lo más parecido a la felicidad hasta el final del recorrido es que ese “nunca más adopto un gato” me suena a algo totalmente absurdo. El dolor por perder a tu mitad es algo que se vuelve inhabitable y terrible pero pasar la vida sin despertarme y verlo arriba mío, aunque sea por los años que él pueda regalarme, sería mucho peor.

Soy un estereotipo. Una escritora librera que vive en una especie de armonía armada a garrotazos, tratando de dejar algunos fantasmas debajo de la alfombra. El monoambiente abarrotado de libros y películas, los cuadernos con historias empezadas por todos lados, las fotos de los que se fueron sobre los muebles, las cenizas de Frida junto con su manta y sus juguetes favoritos dentro de una caja sobre el último estante de la biblioteca. En todo este universo no puede faltar el gato. Realmente de manual, un lugar común. Un maestro me dijo “los lugares comunes son comunes justamente porque son buenos” y en eso pienso todos los días donde esta burbuja funciona. No puede faltar nada ni nadie.

Si hubiera seguido ese pensamiento “nunca más adopto un gato” me hubiera ahorrado el dolor que quizá venga más adelante definitivamente. Aunque estas cuestiones de andar administrando la tristeza nos hace amar cada vez menos y nos deshumaniza por completo.

Quiero que mi mundo sea esto que es ahora. Llegar a la noche, abrir un vino, poner música y sentarme en el sillón a leer mientras Mcfly se acuesta en mi regazo. Un mundo tan pequeño que pareciera entrar en una botella pero el único que realmente tiene sentido.