En el año 1859, convencido de los efectos benéficos que el clima de las montañas podría tener sobre los pacientes con tuberculosis, el doctor Herman Brehmer creó el primer sanatorio para tuberculosos. Emplazado en la ciudad de Görbensdorf (Baja Silesia, al sudoeste de Polonia), en realidad se trataba de una Kurhaus, es decir, una especie de hotel de lujo que proponía para la curación de los dolientes las terapias de moda en aquellos tiempos; terapias que tan buenos resultados le habían dado al propio Brehmer, portador, él mismo, de la temible enfermedad: largos paseos al aire libre, exposición al frío, duchas con agua helada, comidas abundantes complementadas con coñac y vinos, y controles permanentes de la temperatura corporal.
El sanatorio de Görbensdorf casi cierra sus puertas cuando, en 1882, Koch demostró el origen bacteriano de la tuberculosis, pero el establecimiento de un cuidadoso sistema de desinfección y la instalación de un laboratorio permitieron seguir con el rentable negocio, de acceso, únicamente, como es lógico, a personas adineradas de la época.
Hubo, en Davos, Suiza, otro sanatorio para tuberculosos muy famoso (el Sanatorio de Wald) en el que se inspiró Thomas Mann para escribir La montaña mágica. Allí llegaba el joven e inocente Hans Castorp, enfermo de tuberculosis, por las mismas fechas en que llega a Görbensdorf el joven e inocente Myeczyslaw Wojnicz, “católico, estudiante de la Universidad Politécnica de Leópolis, nacido en 1889, ojos azules, estatura mediana, cara ovalada, cabello claro”, como nos lo describe su creadora, la escritora polaca Olga Tokarczuk en su novela Tierra de empusas.
Corre el año 1913, la Kurhaus tiene los cupos completos y Wojnicz se aloja en una pensión para caballeros a cargo de Wilhelm Opitz. El arreglo le resulta, también, económicamente más rentable: hará sus curas en el sanatorio, y comerá y dormirá en la pensión de Herr Opitz, lo que lo llevará, por un lado, a ahorrar, y por otro a conocer a un ecléctico abanico de personalidades.
No hay, en Tierra de empusas, grandes debates filosóficos como los que, en La montaña mágica mantienen Settembrini y Naphta, quienes se erigen, en última instancia, en educadores del joven Castorp. Las narradoras secretas de esta historia lo dicen muy pronto: “Nosotras, sin embargo, consideramos que lo más interesante permanece en la sombra, en aquello que no se ve”.
Wojnicz podría hacerse eco de esta frase, que se le ha hecho carne: él mismo tiene un secreto, un defecto congénito que permanece en la sombra y que no se ve, y que ha marcado toda su vida, del mismo modo en que lo ha marcado para siempre la muerte de su madre, primero, y la pérdida de su niñera, Gliceria, más tarde. La orfandad de Wojnicz, que lo ha dejado al cuidado de su padre, es mucho más que el dolor de la ausencia: lo ha relegado al mundo de los enfermos, ha convertido su vida entera en la de un inadaptado.
Sin embargo, a lo largo de estas páginas, quedará claro que los inadaptados son muchos. Algunos, como Thilo, quien se convertirá en el amigo más cercano de Wojnicz, son conscientes del espanto y la injusticia del mundo; otros, los más, se dedicarán en sus largos paseos a dejar claras su opiniones sobre la mitad de la humanidad: “Cuanto más valoren ustedes a alguien, tanto menos lo valorarán ellas; es así porque las mujeres buscan en la literatura un pretexto para liberar sus emociones y les es muy ajeno hacer uso de las ideas” (según August). “La mujer es una especie de […] rezagada evolutiva” (según Lukas). “Nos guste o no, únicamente la maternidad justifica la existencia de ese problemático sexo” (según Optiz).
El miedo a lo femenino, parece, ha recorrido todos los siglos y geografías: en su nota final, Tokarczuk consigna que todas las citas acerca de la naturaleza de las mujeres son en verdad paráfrasis de textos de autores que van desde Agustín de Hipona hasta Yeats, pasando por Jean Paul Sartre y Ezra Pound, entre otros.
Volviendo a Wojnicz, durante su estadía en Görbensdorf nuestro héroe tendrá una tarea mucho más importante que curarse la tuberculosis. Tendrá que conocerse a sí mismo, perdonarse la infinita vergüenza que siente, abrazar su debilidad e intentar tomar las riendas de su destino.
No podemos adelantar cómo lo hace; sería desleal para con los lectores. Pero sí podemos decir que, como a Quentin Tarantino, a Olga Tokarczuk le gusta reescribir los finales. Y que lo que consigue es casi un prodigio. Era difícil sospechar que un clásico pudiera reescribirse bajo la factura de un clásico y convertirse, casi inmediatamente, en otro clásico.
Tierra de empusas, Olga Tokarczuk. Trad. Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia. Anagrama, 344 págs.
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