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En un ensayito biográfico hace años, Jonathan Franzen relacionaba el tiempo que lleva escribir una novela con la aceleración histórica. Mientras él componía Las correcciones, por su ventana había visto la extinción de los barrenderos y la llegada de las sopladoras, un cambio tecnológico hoy ínfimo que en verdad pertenecía a una cadena galopante de otras muchas novedades, desplazadas desde el otro lado de la calle a nuestro cerebro. ¿Somos los mismos humanos que hace 30 años?
Matilde Sánchez entregándole el Premio Trayectoria a Sara Facio en 2014.
Foto: Marcelo Genlote
Haciendo el mismo ejercicio de memoria, en la línea del tiempo político en mis décadas como periodista, intenté precisar cómo pasamos de las pueriles bombas informativas por motivos privados en la Cámara Alta británica (¡escándalo!, ¡extra!, un Lord “descubierto” en un romance gay) a la masacre Hutu en Ruanda y los defalcos y neodictaduras latinoamericanas. Las palabras mismas se han magnetizado como nunca antes. Hoy deberíamos estar especialmente alertas a los modos de empleo y corrosión de la palabra “ciudadano”.
Con Margo Glantz en el Filba 2012.
Hoy es difícil pensar la propia biografía por fuera de los saltos en la tecnología. En mi caso, grabadas para siempre la primera sesión de un seminario de internet, en tiempos en que el buscador mostraba una lluvia de asteroides y podía llevar media hora la página pedida –cuando todavía parecía ajeno al periodismo y a nadie se le ocurría que en pocos años estaríamos inventando un diario digital–. Y el protocolo de las 4am, con la querida Telma Luzzani, en la Cumbre de la Mujer en Beijing, cuando debíamos enviar nuestras crónicas acoplando un zapatófono misterioso al teléfono de la habitación, con un sistema tan elemental y azaroso como una correa de velcro, hasta oír el pitido de la información a través de la línea. Lo tomábamos con el respecto que motivan los grandes advenimientos técnicos, como si se tratara de un telescopio de cristal fragilísimo. En 1995 China estaba lejos de la fibra óptica; el atraso le brindaba a ese gobierno el beneficio de la censura.
Con John Banville en la Feria del Libro 2015.
Foto: Rolando Andrade Stracuzzi
Tanto ha cambiado desde la Guerra de Malvinas, mi personal Km 0 en el periodismo gráfico, hasta la presente amenaza gravísima de guerra, que hoy cierra este ciclo. Todas esas transformaciones las compartí desde una pantalla en una redacción, con ese tirón único de adrenalina habitual en quienes no viven las noticias como un ruido de fondo sino como la materia misma de la energía colectiva que busca expresarse. Todavía puedo evocar a nivel celular el escalofrío de justicia ante el anuncio del Juicio a las Juntas, de pie junto a Miguel Briante y Osvaldo Tcherkaski, en el enorme salón de Tiempo Argentino, y esa misma noche, en el fabuloso restaurant del diario, a su director, Raúl Burzaco, en una mesa con uno de sus hijos, hoy condenado en el FIFAgate.
Entregándole el Premio Trayectoria a Nicolás García Uriburu en 2015.
Foto: Juan Manuel Foglia
Desde entonces hasta hoy, hemos visto los temas culturales pasar de una zona periférica de la actualidad a la arena política y, en los últimos veinte años, al altar de los sacrificios, en batallas instrumentadas para profundizar diferencias, a través de la promoción de proyectos y creadores políticamente afines y la inflación supernumeraria de las instituciones, y hoy, en su fase uno, mediante una ingeniería del desfinanciamiento y recorte de autonomía. Hoy Cultura es cosas tan diversas como una industria y circuitos de turismo, commodities diversos, el enemigo público, soft power y diplomacia internacional. Sin embargo, nunca deja de ser al mismo tiempo ese pliegue de emoción íntima en el mejor ocio, en el que lectores y espectadores perciben el rumor de una época y anticipan su dirección –el libro que parece escrito a modo de dedicatoria, la perfección de una cantante o la ocurrencia feliz de los planos y sombras en una serie a la que nos habíamos resistido durante meses. Todo hecho cultural mantiene en potencia la capacidad de ser arte, al igual que cada oficio, dependiendo de su maestro o maestra. Y siempre es nuevo. Aunque pueda apelar a un legado o bien romperlo, llega para decir algo que no estaba repertoriado.
Entrega del Premio Trayectoria a Luis Felipe Yuyo Noé en 2015.
Foto: Andrés D’Elía
Del mismo modo, el trabajo en la Revista Ñ, desde comienzos de 2014, fue nuevo y lleno de retos, a pesar de que existía una tradición que cuidar. Recuperando los empeños del antiguo Suplemento Cultura & Nación, cuando la mística de unas pocas periodistas apasionadas recreó la cultura en su momento de mayor miseria, entre 2001 y 2003, la revista incorporó la corriente sumergida de artistas y escritoras, como antes lo había hecho el suplemento dominical Zona. Esos años 90 me habían deparado la compañía excepcional de los periodistas María Seoane y Héctor Pavón, copiloto en Ñ, cuya curiosidad por las ideas nunca era opacada por los gustos personales. Voy a extrañar muchísimo esta redacción, que me dio una vida interesante y más intensa de lo imaginable. El periodismo se queda conmigo.
