Iguazú (LaVozDeCataratas) En una ciudad donde el turismo marca el pulso cotidiano, hay gestos que trascienden lo comercial y se convierten en leyenda. Celia Cantaleano, más conocida como «Doña Ana», es una de esas personas que hacen de Iguazú un lugar más humano. Su historia no comienza en una cocina de lujo ni entre recetas gourmet, sino con un simple acto de amor: en 2016, colocó una heladera frente a su local para que las personas de bajos recursos pudieran tomar alimentos. «Poné lo que puedas, llevá lo que necesites», decía un cartel. La heladera, aunque luego se descompuso, fue apenas el comienzo.
Desde entonces, sin flashes ni cámaras, sin publicaciones en redes ni reconocimientos oficiales, Celia siguió dando. Cada día, personas en situación de calle —niños, adultos, almas errantes que recorren la triple frontera— se acercan con su tupper a recibir un plato de comida caliente. No se les cobra. No se les pregunta. Se les da. Porque en lo de Doña Ana, nadie es extraño: todos son hijos del mundo que merecen una mesa, un plato, y una palabra amable.
Durante la pandemia, Celia cocinaba una olla de 30 litros por día para un comedor barrial. Y aún hoy, quienes se acercan saben que encontrarán más que comida: encontrarán hogar. Los que llegan, muchas veces solitarios y con la mirada cansada de andar, descubren un rincón que huele a infancia, que sabe a casa. Risas, bromas, abrazos, y una comida que no se olvida. A veces, colaboran: acomodan las mesas al cerrar, barren la vereda, devuelven con gestos lo que reciben con el corazón.
“Cuando llegué tenía hambre. Ella no preguntó, solo me dio de comer”, …. encontraron en su buffet mucho más que una parada gastronómica. Y es que, como ellos, miles han pasado y se han ido con el recuerdo intacto de una mujer que no distingue entre clientes y hermanos. La fama de Doña Ana cruzó fronteras, pero no por publicidad, sino por el boca a boca de quienes vivieron su calidez.
Ubicado sobre la avenida Tres Fronteras, su sencillo buffet se ha convertido en un paso obligado para viajeros y vecinos. La gastronomía de Iguazú tiene de eso: sabores de la abuela, olores de la infancia y mucho corazón. Pero lo de Celia tiene algo más: es la casa de mamá que todos, en algún momento, necesitamos encontrar.
Y así, sin buscarlo, Doña Ana se convirtió en un ícono de la solidaridad silenciosa. De esas historias que se tejen sin marketing, pero que perduran en la memoria de quienes, alguna vez, pasaron por allí y sintieron que alguien los esperaba con un plato de comida y un abrazo.
Porque en Iguazú, Celia Cantaleano no solo sirve comida: sirve amor. Y eso, sin dudas, es lo que alimenta el alma.