El automovilismo, desde sus inicios, fue un territorio dominado por hombres. No sólo en las pistas, sino también en los talleres, en las tribunas y en las escuderías. En ese contexto, pocas figuras resultan tan atípicas como la de Helle Nice, una mujer que rompió con esa lógica en la Europa de entreguerras y alcanzó niveles de fama inusuales para su tiempo. Su carrera, sin embargo, terminó abruptamente tras un accidente trágico y una acusación infundada que la terminó de alejar para siempre del mundo de las carreras.
Nacida el 15 de diciembre de 1900 al sur de París, su nombre original era Hélène Delangle. A los tres años presenció el paso de la carrera París-Madrid, una de las grandes gestas automovilísticas de la época, que incluía figuras como Charles Rolls, Vincenzo Lancia y los hermanos Renault. Aquella escena, con más de 200 autos atravesando su comuna Aunay-sous-Auneau, dejó una impresión que más tarde se revelaría decisiva para definir su pasión.
Antes de llegar al mundo de las tuercas y los circuitos, Delangle buscó su lugar en el ambiente artístico. Se trasladó a París tras la Primera Guerra Mundial y comenzó a trabajar como modelo. Posó para el artista René Carrère, cuyas ilustraciones se usaban en afiches de cabarets y espectáculos. A instancias del propio Carrère, estudió ballet y debutó como bailarina en el Casino de París, donde adoptó el seudónimo con el que sería conocida para siempre: Helle Nice.
En el escenario ganaba notoriedad y esa popularidad le permitió comprarse su primer auto, un Citroën. Una década más tarde ya tenía un yate propio. Su vida se desarrollaba entre fiestas, recitales y relaciones con personalidades influyentes. Entre ellas, el piloto Henri de Courcelles, quien la introdujo al ambiente de las carreras. En 1921 visitó el circuito inglés de Brooklands, y aunque pidió competir, le respondieron que no podía hacerlo por ser mujer.
Aquel rechazo fue determinante. Durante los años siguientes se presentó a toda competencia que le abriera una puerta, aunque con frecuencia se topaba con restricciones de género. Por un tiempo encontró una válvula de escape en el esquí de descenso, pero en 1929 sufrió un grave accidente en la montaña que le provocó una lesión de rodilla. Esa caída, paradójicamente, marcó el comienzo de su verdadera carrera automovilística, obligándola a que apueste todo por los fierros.
Ese mismo año se organizó el primer Gran Premio para mujeres en el autódromo de Montlhéry, el primero de su tipo en Francia. Nice se preparó con intensidad, entrenando todos los días, dos veces por jornada. De noche, su rutina no cambiaba: champán, vida social y relaciones ocasionales. El día de la carrera se impuso al volante de un Omega Six, cedido por el fabricante Jules Daubecq, quien apostaba al efecto publicitario de una mujer celebrando en el podio.
Su triunfo fue rotundo. Adelantó en la última vuelta a Dominique Ferrand y dejó atrás a Violette Morris, una figura que años después sería conocida como espía del nazismo. La prensa francesa elogió su desempeño y su técnica y Bugatti no tardó en contactarla. Fue contratada como piloto oficial y ese mismo año ganó el “Actor’s Championship”, un torneo mixto donde corrió contra hombres. Su relación con Jean Bugatti, hijo del fundador de la marca, reforzó su vínculo con la escudería.
La fama de Nice crecía en paralelo a sus resultados. En 1930 rompió el récord femenino de velocidad en tierra con 197,7 km/h. Se trasladó a Estados Unidos y comenzó a correr exhibiciones con autos Miller sobrealimentados. En ese país se transformó en una celebridad: se convirtió en la imagen de cigarrillos Lucky Strike y firmó un contrato con ESSO. Incluso le pedían que corriera sin casco para que el público pudiera ver su cabello.
Fue una piloto destacada, pero como personaje era aún más rutilante. Durante una competencia en Winston-Salem sufrió un accidente, donde logró salir por debajo del auto, se puso de pie y empezó a cantar frente a la tribuna. Ese tipo de gestos fortalecieron su leyenda. De regreso en Europa, en 1931, ya era toda una figura convocante. En su debut esa temporada llegó cuarta, compartiendo pista con Philippe Étancelin, René Dreyfus y Louis Chiron, nombres fuertes de la “época dorada” del automovilismo europeo.
En 1933 firmó con Alfa Romeo, con quienes finalizó tercera en una eliminatoria del Gran Premio de Monza, en la jornada trágica que pasó a la historia como el “Domingo Negro” por la muerte de tres pilotos. Tres años después vivió su propia tragedia: durante el Gran Premio de San Pablo, en Brasil, su auto se desvió hacia la multitud. Seis personas murieron, entre ellas un policía. Nice fue despedida del vehículo y su cuerpo golpeó al agente. Permaneció tres días en coma y sobrevivió, pero las consecuencias físicas y simbólicas fueron demasiado severas.
Intentó no darse por vencida y retomar la actividad. Firmó con Yacco y participó en una prueba de resistencia junto a otras cuatro mujeres, donde giraron diez días y diez noches sin pausa. No fue suficiente para volver a atraer patrocinadores y la guerra terminó de clausurar cualquier posibilidad.
Tras la ocupación nazi en Francia, surgieron sospechas infundadas sobre su conducta durante esos años. En 1949, la noche anterior al rally de Montecarlo, Louis Chiron –uno de los pilotos más prestigiosos de su generación– la acusó públicamente de haber sido espía de la Gestapo. La denuncia jamás se comprobó y nunca hubo pruebas que la vincularan con la colaboración nazi. Se especuló con celos profesionales, viejos conflictos personales o una posible confusión con la mencionada Violette Morris. Pero el daño estaba hecho.
A partir de entonces, su falta de ritmo producto del accidente y el daño a su imagen la marginaron del circuito. Con el paso de los años, sin respaldo económico ni familiar, vivió de las donaciones de una organización de caridad para actores retirados. A los 75 años se mudó a un pequeño departamento en un suburbio de Niza, donde según la BBC, los vecinos recordaban cómo robaba la leche que se dejaba para los gatos, simplemente porque no tenía qué comer.
Finalmente murió en 1984 a los 83 años sola y su familia ni siquiera permitió grabar su nombre en la lápida o ser enterrada en el mausoleo familiar. Su biógrafa, Miranda Seymour, quien recopiló la información vertida en esta nota en su libro “La Reina de Bugatti” (2005), necesitó cuatro intentos para ubicar su tumba. Recién en 2010, una fundación creada en su honor colocó una placa conmemorativa que reconocía su trayectoria y buscaba recuperar su nombre del olvido.
Lejos de las epopeyas o las reivindicaciones tardías, su vida ofrece una postal concreta de lo que significó intentar abrirse camino en un mundo cerrado, sin atajos ni indulgencias. Y aunque su nombre no haya quedado grabado en piedra, su historia –tan trágica como fascinante– sobrevive en cada pista donde aún cuesta encontrar una mujer en la grilla.