“Los ladrones saben silbar, bajarse de los coches en movimiento y bailar el vals”. Así afirma el poema de González Tuñón y a mí me ha parecido siempre la síntesis perfecta de la elegancia. Los ladrones de Tuñón sabían ser elegantes, justamente por ladrones, aunque para serlo tuvieran que desvalijar el Asilo de las Ancianas. Eso formaba parte de la profesión, pero tenían el garbo de subir y bajar de los colectivos con levedad de bailadores de vals, y alejarse silbando, las manos en los bolsillos.
Los tiempos han cambiado, los ladrones ya no son lo que eran, muestran con impudicia su vanidad en la televisión y hace rato que en todo transporte público advierten que no se puede bajar del vehículo en movimiento. Amén de que la mayoría tienen alturas asesinas, no abren las puertas hasta detenerse y trepar a ellos ya no es cuestión de elegancia.
Pero hubo un tiempo en que cualquier joven que se preciara debía aprender el arte de viajar en colectivo. Que incluía subir asiéndose de la barra y que el movimiento del vehículo lo alzara del suelo. Y al bajar, tomarse de ambas barras de espaldas a la calle, soltar la mano derecha y caer en la vereda con breve carrerita que acompasara los últimos metros del bondi.
Y así, hasta el infinito, incluyendo la etiqueta de mantenerse parado sin asirse de los pasamanos, y leyendo el diario.
Dominar ese arte era obtener patente de porteño.
Una breve digresión. No nací porteño. Llegué a serlo, como tantos otros. Esto incluye el hecho de no haber viajado en colectivo hasta la edad de trece años. Se me notaba lo pajuerano ni bien levantaba la mano para detenerlos.
La incomodidad ante lo que para otros era habitual me abrumaba. El modo en que mis compañeros de colegio subían y bajaban de los colectivos, sabían de combinaciones, recordaban líneas e intersecciones me fascinaba. La velocidad con que esa brecha fue saldada resultó pasmosa. Cosa de chicos, como se dice.
Pero de esa incomodidad inicial, de esa ignorancia de códigos previa, me quedó tal vez la observación para entender los modos de viajar, los gestos que para otros pueden ser cotidianos, pero para quien debe adquirirlos toman dimensión de misterio.
Modos y maneras de viajar por Buenos Aires que acaso se han perdido, e incluso invisibles para muchos, a mí me requirieron un aprendizaje concienzudo, y un recuerdo vívido.
Tal vez por eso, de vez en cuando, viendo una vieja película, un documental nostalgioso, me pierdo el hilo del relato y me quedo colgado de la manera en que los viejos porteños corrían los colectivos, se encaramaban de un salto en el pescante, o iban colgados en racimos de las puertas, para bajarse luego con la liviana elegancia de los ladrones de González Tuñón.
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