En el inclasificable libro de Gonçalo M. Tavares, El barrio (Interzona, 2015), se dice que Paul Valéry caminaba con cierta dificultad porque «llevaba puestos dos zapatos derechos». Según Tavares, la hipótesis de Valéry era la siguiente: con dos zapatos derechos se avanzaría siempre a la derecha y, con dos izquierdos, hacia la izquierda; mientras que, con un zapato derecho y uno izquierdo, uno anularía la tendencia al desvío del otro «por la misma naturaleza de su forma», y el desplazamiento sería en línea recta y armonía.
Ahora, como sé de la «naturaleza» patrañera de los escritores —aunque el asunto parece de simple lógica—, probé con dos zapatillas izquierdas y, una vez calzadas, noté más bien cierta tendencia a ir hacia la derecha. Además, la zapatilla izquierda del pie derecho se volvía dominante, como si tirara con más ímpetu para imponer su rumbo. Luego probé a la inversa: con dos zapatillas derechas, la tendencia fue ahora hacia la izquierda. Así que replanteé esta «teoría» del desvío en mis propios términos.
Y creo que la curiosa metáfora «valeriana» del desvío puede dar una idea de los giros «ideológicos» observados en los últimos años. Pero estos son más un asunto de podología que de elección de calzado para la ocasión. En palabras de Nietzsche: «Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría». Podríamos decir que la dirección tomada en nuestro continente es instintiva y, en ciertos casos, una cuestión de defensa propia, de supervivencia. Pienso en Venezuela —no puedo evitarlo—, que desde 2013, calzada con zapatillas izquierdas a la fuerza, ha votado a la derecha de forma categórica y entusiasta. Ni qué decir del 28 de julio de 2024, cuando la derecha, representada en Edmundo González Urrutia y María Corina Machado, obtuvo casi el 70 por ciento de la preferencia, quizá más.
No se trata, como en el caso del Valéry de Tavares, del gesto de calzarse a conciencia para tomar determinado rumbo o abrazar ciertas ideas. Las decisiones de «dirección» reflejan la condición humana, sin duda, no así los saltos forzados por las circunstancias. Tavares expone la fragilidad del equilibrio, no como un estado natural, sino como una negociación constante entre fuerzas contradictorias.
«Y, a pesar de creer en la voluntad humana y en el libre albedrío —se lee en El Barrio—, el señor Valéry no prescindía de llevar en sus paseos dos zapatos suplementarios: uno derecho y uno izquierdo. Para doblar a la izquierda se ponía los dos zapatos izquierdos, y hacía lo inverso para doblar hacia la derecha. Este ritual era extremadamente cansador y lento, y aburrido para quien lo acompañara».
No importa si mi metáfora del desvío es contraria a la del Valéry de Tavares; lo que cuenta es el criterio para calzarse según la ocasión que observamos. La caminata, entonces, se vuelve una alegoría ciudadana. El equilibrio, como también sugiere Tavares, no es una línea recta, sino el arte de andar sobre el filo de lo que nos desvía. Cambiar de zapatos una y otra vez, combinarlos y avanzar.
Aunque muchas veces tengo la certidumbre de que los latinoamericanos practicamos más la flânerie —el arte francés de caminar sin rumbo—, pero los vulnerables no podemos darnos ese lujo. Ya quisiera uno poder andar por ahí como un Charles Baudelaire, convertido en observador poético, «capaz de capturar la esencia efímera» de la vida, y avanzar en línea recta, anulando los desvíos destructores hacia ambos lados del camino.
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