Cada día me cuesta más hacer mi trabajo y al mismo tiempo, cada día es más fácil hacerlo. Es más simple acceder de forma virtual a libros y a artículos que físicamente me llevaría horas poder consultar, o kilómetros, o millones de pesos. Hoy con unos cuantos clics en las teclas adecuadas es posible acceder al día a día de la Gaceta de Buenos Ayres, a juicios manuscritos decimonónicos de archivos colombianos, pasando por la primera edición de De la Littérature des nègres, de Henri Grégoire, o el último libro sobre esclavitud editado por Cambridge University Press. Todo en minutos, de forma casi instantánea, desde la oficina en la facultad o desde mi casa. Tan fácil.
Si tenemos suerte, nuestras fuentes editas fueron digitalizadas con reconocimiento de caracteres (OCR) y entonces podemos buscar palabras clave sin tomarnos el trabajo de leer cada página de decenas de años, meses y días de prensa ni largos tratados en varios volúmenes. Una gran parte de la vieja labor del/a historiador/a reducida a otra serie de clics.
Hasta hace poco, pensamos “lo que no será posible es reemplazar nuestra capacidad de leer manuscritos”. Y aquí estamos, viendo multiplicarse los proyectos y la realidad de lectura de fuentes manuscritas con y por IA. Como ejemplo, basta ver cómo los registros parroquiales recopilados y puestos a disposición en www.familysearch.org pasaron de ser transcritos en perdidos pueblitos del EE.UU. profundo por devotas de la Iglesia de Jesucristo de los Últimos Días a ser interpretados eficazmente por una IA.
Campus de Silicon Valley de astronáutica.
¡Ah! dijimos, pero sólo los/as historiadores/as podemos escribir historias coherentes y significativas sobre la base de nuestras lecturas, de las fuentes que seleccionamos, de la conversación historiográfica que implica nuestro trabajo. Y, sin embargo, cada día vemos a nuestros estudiantes en las aulas –sino a colegas en ponencias y publicaciones– pedirle a una IA desarrollada en Silicon Valley o en China que indique la bibliografía relevante sobre un tema, la resuman, sugieran vacíos, fuentes, y escriban el resultado en ensayos con el tono de Eric Hobsbawm o la prosa de Mario Vargas Llosa. Y más aún, que luego los transformen en un podcast o en un meme.
Y ahí es cuando el trabajo se vuelve más difícil. Y es que trabajamos en el medio de una crisis que, como Gramsci sugirió, es este vivir entre lo viejo que muere y lo nuevo que no termina de nacer. Una crisis sobre el sentido del trabajo historiográfico, sobre la formación de las nuevas generaciones, sobre el rol social y político de la ciencia y de la historia.
Un robot impulsado por inteligencia artificial llamado Ameca, desarrollado por Engineered Arts, muestra imitaciones durante el primer día de la Semana de la Tecnología de Londres en Londres, Reino Unido.
EFE/ Tolga Akmen
A los desafíos por la hiperaccesiblidad descontextualizada de fuentes, la Jefa del Departamento de Historia de la Universidad de Pittsburgh, Lara Putnam, respondió hace unos años apelando al carácter irremplazable de la lectura en contexto, en serie, situada, indispensable para la comprensión acabada de esos trozos de historicidad que son las fuentes.
Tenía razón. No solo porque la historia está situada y precisa de contextos significativos para ser comprendida. También porque no da lo mismo quién escribe la historia. No quiero decir que solo los locales pueden pensar y comprender la historia del lugar en el que nacieron o viven. El pasado es un territorio “otro”, ajeno, para todos/as. Su comprensión es un trabajo asequible para quien se comprometa con rigor y con sensibilidad, con paciencia y con imaginación con la comunidad que se estudia, con sus tradiciones, sus dinámicas y sus legados. Esta dimensión política y hasta emocional que permite comprender a sujetos históricos por fuera de esquemas algorítmicos es la que puede ser imitada y replicada por la IA, pero no generada (aunque el verbo sea tan caro a ese universo).
La labor de interpretación contextualizada y cultural que pueden realizar historiadores/as es irremplazable y es el resultado de un entrenamiento en las viejas tareas de leer, de interpretar, buscar y procesar fuentes, de imaginar nuevas, de vincularlas con experiencias, con imaginarios colectivos y lugares de la cultura a priori no necesariamente pertinentes. Es la transmisión de esas habilidades, de ese saber hacer, lo que está en riesgo. El predominio de una cultura fuertemente visual, o audiovisual, resta tiempo y paciencia a la lectura. La tentación de poder aprehender una historia resumida, procesada por la IA y regurgitada para consumir y reproducir es omnipresente.
Magdalena Candioti, doctora en Historia de la UBA.
Es un tiempo difícil para escribir historia también porque cada vez se lee menos. Frente a ello se multiplican las estrategias de divulgación, el uso de otros formatos para acercar el pasado a generaciones menos dispuestas a pasar horas mirando letras que no se mueven sobre la página. Es posible que la plasticidad del cerebro humano haga posible un aprendizaje duradero y crítico a partir de la escucha, pero también es posible que se pierda la habilidad masivamente distribuida de leer y la capacidad de interrogar críticamente narrativas que pueden incluso ser presentadas de forma atractiva, pero no basadas en hechos comprobables.
En mis días más pesimistas, creo que es posible que las generaciones que se confían en la disponibilidad eterna del cerebro externalizado que implican las IA se encuentren en un futuro no muy distante con que deben pagar cifras exorbitantes por disponer de ese cerebro y ya no tengan el hábito de leer, ni el acceso a fuentes materiales y a formas de chequear el pasado y el presente por fuera de esos sistemas privados que están realizando una acumulación originaria de saberes arduamente conquistados por la humanidad y ahora privatizados de forma velada, pero eficaz.
En fin, mi trabajo es cada día más difícil porque es vital, pero le importa a menos gente, es atacado por un gobierno que lo rechaza por no comodificable, al tiempo que es engullido por compañías de IA para alimentar sus bases y su negocio, el cual promueve una falsa sensación de comprensión sin esfuerzo y desalienta el entrenamiento en lectura y la crítica. Una experta en medios me dijo que la solución a esto va a surgir de la tecnología misma. Quizás, ojalá. Cuando los estudiantes hablan de ChatGPT como si fuera un gurú y se quejan de los sindicatos por organizar paros que defienden su derecho a la educación pública, me permito dudar. Mientras miro las nuevas olas, yo ya soy parte del mar.
Candioti es historiadora, Investigadora Independiente del Conicet, en el Instituto Ravignani y Profesora asociada de la Universidad Nacional del Litoral. Autora de Una historia de la emancipación negra (Siglo XXI).