“Los niños necesitan más de modelos que de críticos” dijo a fines del siglo XVIII el ensayista francés Joseph Joubert. Algo malo nos debe haber pasado para que 250 años después, un presidente de una República –la máxima autoridad de un país- elija pelearse públicamente, incluso en la justicia, con un niño de 12 años, Ian Moche que, además, padece de autismo. Contradiciendo a Joubert, Milei eligió ser “crítico” a ser “modelo” y esto se vio reflejado cuando decidió “dar pelea” a un reclamo de los padres de Ian para solicitarle que baje un posteo de su cuenta de X donde el niño, su familia, se sentían agraviados porque el Presidente dijo allí que el colega Paulino Rodrigues llevaba un niño autista para “operar contra el gobierno, siempre del lado de los kukas…no falla”, acompañado por las imágenes de la entrevista que Rodrigues había realizado al niño, acompañado de su madre.
La familia acudió a la justicia con el solo fin de que el Presidente baje el posteo, algo que Milei se negó y presentó un escrito en su defensa donde no solo reconoce, algo que también suena patético, que utilizó la entrevista para criticar al periodista, sino también que si el chico “debe tolerar el debate porque es “un activista “y una “personalidad pública”. Además, consideró que Ian Moche está sujeto a las críticas de quienes no comparten sus ideas. Según Milei, el activismo “conlleva ser una personalidad pública y un activista; dado que los mismos no están ajenos a las críticas”. La familia Moche es conocida por intentar generar conciencia social sobre el trato que deben tener los niños autistas desde el estado, en la educación y en la salud, para que todos comprendamos y ayudemos educándonos al respecto. Ese es su “activismo”, más allá de la ideología que sus padres puedan tener y, por si pasó desapercibido, el “activista público” mencionado por el Presidente es solo un niño de 12 años que padece de autismo.
Ya no importa quien tiene razón, ni siquiera lo que decida el juez al respecto, será rápidamente olvidado, lo que deja toda esta situación es la posición innecesaria de Milei. Como dijo la exgobernadora bonaerense, María Eugenia Vidal, respecto al caso: “Si un chico de 12 años con autismo te pide que bajes un tuit porque lo ofende, en realidad, no importa si tenés razón”, y si esto cabe para cualquiera de nosotros, mucho más le corresponde al Presidente.
Milei tiene problemas más graves en la justicia que disputar una razón o una verdad con el niño Ian Moche. Todo indica que el fiscal Jorge Taiano comenzó a reconstruir la trazabilidad de las transferencias en criptomonedas que se investigan en el Caso $LIBRA que comprometerían a su entorno y a empresarios investigados, todos cercanos. Lo curioso de todo esto es que hay una relación, no intencional, entre la disputa con el niño Moche y la cripto LIBRA, y es la utilización de la cuenta de X del presidente Javier Milei como herramienta de comunicación. La investigación sobre la presunta estafa con la memecoin comenzó con el tuit de Milei, así como la disputa dialéctica con Ian y su familia y, en ambos casos, utilizó la misma defensa donde niega que la cuenta de la red social ‘X’ @JMilei sea una cuenta oficial o institucional del PEN”, y agrega “el hecho de que una persona ostente un cargo público no convierte automáticamente en acto estatal todo lo que hace o dice en su vida personal o digital”. Algo así sostuvo cuando en febrero pasado estalló el escándalo LIBRA, dijo que era de noche y no estaba en funciones. Días atrás, una actitud suya desmintió sus dichos en la justicia en su disputa con la familia Moche y los argumentos utilizados para justificar un escándalo con denuncia de corrupción. Fue cuando vimos al Presidente en el canal de streaming Neura, en el programa de Alejandro Fantino, interrumpir una charla amable de amigos, que ya no se parecía a una entrevista, para firmar un decreto, luego se justificó con su anfitrión diciendo: “Y sí, man. ¿Qué querés? Laburo de presidente”, demostrando así una gran contradicción entre lo que expone en un escrito judicial y lo que es su vida como primer mandatario, porque se jactó que está disponible las 24 horas de los siete días de la semana y en cualquier momento. Como debe ser.
Javier Mieli no es un Presidente clásico, está por demás dicho y comprobado que es un “outsider de la política”. Ese fue su gran valor para que la sociedad le diera la confianza de manejar los destinos del país. Cansada del fracaso de la política tradicional, decidió darle una oportunidad a quien no la representa. Se trata de una situación política inédita, en la que convivimos con un estilo impredecible, nuevo y atractivo para analizar. Pero este estilo tiene dos flancos muy polémicos: comportamientos –el uso y abuso del poder- propios de los gobiernos que sienten el derecho de convertir la República en una autocracia; y segundo, porque más allá de éxito de algunas medidas económicas, se apunta a construir un pensamiento político único, basado solo en sus verdades y sin lugar para los que disienten, los que son tratados desde el poder con insultos descalificadores. Construye así victorias basadas en el convencimiento de que su estilo verbalmente violento, donde no hay caballerosidad hacia las mujeres -como hizo cuando trató de “burra traidora” a su vicepresidenta Victoria Villarruel por hacer lo que institucionalmente le correspondía hacer y no saltarse la norma- y sí duras acusaciones el feminismo o las minorías sexuales, como hizo en Davos, son redituables políticamente. Un convencimiento que hace que valga también hasta ponerse a la altura de un niño, porque siendo un “activista” se tiene que “bancar el vuelto”. Actitud que se torna peligrosa ya que el Presidente tiene seguidores que comprometidamente lo imitan. Basta ver la cataratas de insultos que recibió la familia Moche estos últimos días, o las situaciones incómodas que vivencian cada uno de los adversarios que prolijamente elige para dar su famosa “batalla cultural”. El odio puede ser contagioso si viene del poder, porque todo lo que de allí provenga con seguridad más temprano que tarde se derrama naturalmente.
Parece un signo de época, donde la asimetría de poder para lograr una imposición parece esgrimida como un valor y no como un atenuante, entendido y asumido por quien se representa más fuerte y luego se comporta en consecuencia. Lejos quedaron las peleas que aceptaban dar otros líderes políticos, como dio Raul Alfonsín contra el entonces presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, o como la que brindó Carlos Menem al enfrentar públicamente en los 90 a Fidel Castro. Más allá de que se podía estar de acuerdo con una postura u otra, se trataba de disputas políticas de fondo entre personalidades que sabían qué lugar ocupaban y qué buscaban representar, que encendían el debate en la conversación pública. Lamentablemente nada de eso, ni siquiera algo mínimamente parecido, puede dejar una pelea entre un Presidente y un niño autista.