Los críticos de Donald Trump con ironía afirman que cuando el líder republicano se prepara a jugar a las damas, sus rivales lo desconciertan con un jaque mate con blancas en ajedrez. Quizá no sea para tanto, pero eso es aproximadamente lo que acaba de ocurrir en la cumbre de Alaska entre el magnate norteamericano y el autócrata ruso Vladimir Putin.
Esa reunión fue organizada para cesar la guerra de Ucrania. Punto. Nada más. Pero el líder ruso no fue ahí para eso. Por el contrario, tomó el centro de la escena y planteó las cosas en sus términos reclamando, como siempre, que primero se deben resolver “las causas primarias del conflicto”, una narrativa que se resume en la rendición de Ucrania.
El resultado principal de la cumbre es un vigoroso y grave acercamiento de EE.UU. a Rusia, sin ningún resultado para las pretensiones de Washington. Una mala noticia para Kiev, con el regreso al punto de partida, con aplausos de Trump a Putin y la claridad, al revés de lo que demanda el establishment europeo, de que esta Casa Blanca no está dispuesta a castigar al líder del Kremlin con una derrota.
En términos básicos la cumbre ha sido una gran victoria para el autócrata ruso recibido en EE.UU. como un estadista y no como el agresor brutal de un país europeo cuya existencia como República niega. La cita rompió el aislamiento del líder del Kremlin, al punto que sorprendió a Trump con la invitación a otra cumbre en Rusia, el mes próximo, como pares y “queridos vecinos”, como señaló en su resumen en la rueda de prensa.
No queda claro cómo Trump no revisó previamente el terreno en el cual se empeñaba, para evitar este enorme desgaste político. La incomodidad se le notaba al norteamericano en el rostro negado del anuncio que pretendía y obligado a una declaración vaga y gaseosa de misteriosos acuerdos pactados en las pocas horas del encuentro.
No es la primera vez que suceden estos derrapes. En sus dos fallidas negociaciones con Kim Jong-un, en 2018 y 2019, el dictador norcoreano obtuvo un inesperado reconocimiento internacional, se liberó del acoso de las maniobras militares frente a sus costas y no cesó el desarrollo de sus arsenales. Lo interesante es que Trump se refirió a esas maniobras, que también rechazaban Beijing y Moscú, en un tono solidario con los deseos y hasta con el lenguaje de Kim al calificarlas como “juegos de guerra.. muy provocativos … e inapropiados”.
Vladimir Putin y Donald Trump en la rueda de prensa que no logró la paz procalamada en el letrero. Bloomberg
Pero para Trump, como en Alaska, la escena lo era todo. La foto con el dictador en Panmunjan, en la frontera desmilitarizada entre las dos Coreas, lo colocaba en la galería junto al Richard Nixon del encuentro con Mao Tse Tung, al Ronald Reagan de las discusiones con Mijail Gorbachov y, especialmente, al Barack Obama del temprano Premio Nobel de la Paz.
Kim, asesorado por Beijing, aprovechó esa necesidad patológica de trascendencia del presidente para sus propósitos. En ese camino pasó de detestable dictador que masacra a su propia gente a estadista “talentoso” que puede sentarse en igualdad de condiciones con el timón de la mayor potencia global. Lo mismo vimos este viernes con Putin, con el agravante de que será muy complicado para EE.UU. escapar de la trampa que lo vuelve un virtual socio de Rusia.
Un asesor profesional difícilmente hubiera sugerido esta reunión y menos en EE.UU., que no pocos analistas equiparan con el mal paso de Neville Chamberlain que confió en la palabra de Hitler en Münich, en los umbrales de la II Guerra. Putin, más hábil negociador que lo que presupone de sí mismo el norteamericano, buscó esta salida ignorando la amenaza de sanciones, multiplicando su presión bélica sobre Ucrania y utilizando al enviado especial de Washington, Steve Witkoff, para dejar la pelota del lado de Ucrania. El mensaje fue el compromiso del autócrata ruso al vehemente presidente norteamericano de que Moscú está dispuesto a cesar la guerra, pero en sus condiciones totales. Es lo que repitió ahora.
El liderazgo europeo, que tiene una idea más clara de la importancia existencial de este conflicto para el orden occidental, buscó crear un anillo sanitario alrededor del presidente ucraniano Volodimir Zelenski y sus derechos. El bloque le planteó el pasado miércoles a Trump las condiciones básicas: el retiro de las tropas rusas y la seguridad del país agredido, deben ser previas a cualquier discusión sobre intercambios territoriales. Putin ahora , tras reunirse con el magnate norteamericano, advirtió con soberbia a Europa y a Ucrania que “no torpedeen estos acuerdos”. Enarbolaba el aval virtual de su “querido vecino” a continuar la guerra.
Kiev y sus aliados europeos habían reaccionado con comprensible horror al conocerse que esta cumbre nació después de un encuentro de Witkoff con Putin, en la cual el enviado norteamericano, que no es un diplomático sino un agente inmobiliario amigo de Trump, concordó con el ruso que Ucrania ceda lo que queda de las regiones de Donetsk y Luhansk a cambio de silenciar los cañones.
“El líder del Kremlin ha promovido la idea de ganar terreno sin luchar y ha encontrado un receptor dispuesto en Witkoff, quien en el pasado ha mostrado una comprensión relajada de la soberanía ucraniana y de la complejidad de pedir a un país, en el cuarto año de su invasión, que simplemente abandone las ciudades que ha defendido con miles de hombres”, señalaba de The New York Times.
Si se observa el arenero militar, la cumbre de Alaska se realizó con Rusia mucho mejor plantada en el frente, en especial por la ayuda que EE.UU. brinda a cuenta gotas a Ucrania. Moscú tiene casi en un puño dos ciudades clave de Donetsk, Pokrovsk y Kostiantynivka. Pero hay otro gran sector de ese territorio que controlan los ucranianos, y que Rusia demanda como prenda de este acercamiento con EE.UU.
En específico Putin exige que Kiev se desprenda de cuatro regiones del Este y del Sur que afirma haber anexado a finales de 2022, a pesar de que una gran parte de esos territorios permanece bajo mando ucraniano. Y quiere el control de las regiones orientales de Luhansk y Donetsk, que bombardea con intensidad. Por supuesto, también Crimea que tomó en 2014.
El dictador norcoreano, Kim Jong Un y Donald Trump en junio de 2019. AP
Ceder Luhansk y Donetsk, dejaría a Ucrania sin un área estratégica industrial que Rusia podría utilizar como plataforma para reavivar la guerra, además de que significaría abandonar su principal línea defensiva en el Norte de Donetsk, que hasta ahora ha resistido los ataques rusos. “La fórmula para resolver este litigio debería constituir una acción unida de los dos lados del Atlántico, con un paquete mayor de sanciones contra el Kremlin atento a la recesión que sobrevuela Rusia para obligar a una derrota y retirada que alcance como precedente”, señala un diplomático europeo a esta columna. “No haberlo hecho y, por el contrario elevar a Putin a una cumbre bilateral, premia a Moscú”, añade.
El líder ruso ha buscado la negociación a solas con EE.UU. porque prioriza reanudar los vínculos comerciales y mejorar los diplomáticos, discutir sobre el Ártico, la situación geopolítica y los pactos nucleares dentro de una extensa agenda que, sí, también incluye a Ucrania. Esas prioridades y la concepción compartida de las “esferas de influencia” que marcaron las guerras del siglo pasado, son ejes de una geopolítica futura que deja a Ucrania en una banquina lateral, como una pieza en un amplio rompecabezas.
De ahí que Rusia no tiene empacho en reclamar que Kiev tenga un gobierno bajo influencia moscovita, sin acceso a la OTAN, sin ejércitos extranjeros de apoyo y sin autonomía. Es su patio trasero, proclama incluso hasta con desprecio. La desconcertante política exterior de Trump acaba por avalar esos abusos.
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