El mito del amor cae derrotado frente al morbo del cuerno público, del cuerno entre famosos. Y nosotros -las plateas, las audiencias- nos pegamos a la pantalla como voyeurs que levantan temperatura. ¿Qué nos fascina de la herida confesada, hecha de coito prohibido y celebridad? ¿Frente a qué quedamos cuando quedamos mirando la penitencia pública de una mujer casada, reconocida, con alto tráfico de nombre y de historia que, frente a un micrófono, con las manitos en el pecho dice: fui yo, me la mandé?
Uno, dos, tres, hay doce micrófonos atacando la cara del actor Nicolás Vázquez. Rolando Graña desde el noticiero de América pide ir al móvil y lo pide así: “habla al país…” Vázquez está en la puerta del teatro. Tiene la cara chupadita de dolor, las comisuras en baja, el destello de esos lamparones que suelen encenderle la mirada convertidos en dos mustios foquitos sin brillo. Después de soltar un protocolar buenas tardes, dice tres cosas, y se puede leer tanto en las tres cosas que dice. Uno: voy a hablar yo, te pido mil disculpas pero voy a hablar yo. Dos: me da mucha vergüenza. Tres: no puedo creer la cantidad de medios que hay.
¿Vergüenza de qué?
Gimena Accardi y Nico Vázquez, el día de su boda. Foto: Instagram.
Probablemente, de lo que le hicieron, de dónde lo deja eso que le hicieron en la trama cultural de la sociedad que somos. Crónica TV, siempre brutalista, mete placa roja: HABLA EL CORNUDO. Y tantas veces somos Crónica TV ¿O Vázquez siente vergüenza de nosotros, de nuestra lascivia, de nuestra ansiedad? No puedo creer la cantidad de medios que hay. Me hubiera gustado que algún movilero metiera en ese momento la cuchilla de una repregunta: ¿vergüenza de qué, Nico, exactamente?
Nos cabe a todos la traición. Y eso nos pone a mirar. Nos cabe a todos el dolor del engaño. Y eso nos pone a mirar. Nos cabe a todos el goce por la derrota entre los superpoderosos de la fama. Y eso nos pone a mirar. Nos cabe a todos la intriga. Quién fue. Dónde fue. Cuándo fue. Cómo fue. Y eso nos pone a mirar. Nos cabe a todos imaginarla. Insanos y concupiscentes, imaginarla. Y eso nos pone a mirar. Nos cabe a todos ser Nicolás Vázquez sin ser Nicolás Vázquez, ser Gimena Accardi sin ser Gimena Accardi. Y eso nos pone a mirar.
Doce micrófonos. Le habla al país. Si ningún productor se priva de mandar un móvil es porque ningún productor se priva de darle a su platea lo que su platea quiere ver, escuchar, conocer. Lo que su platea le pide. No creo en ninguna, en ninguna, hipótesis de manipulación. Te aburre, no lo mirás. No lo mirás, lo matás. Los medios no inventan a los públicos. Los públicos inventan a los medios.
No lo busquen. Fue un random total. Ni en Instagram lo sigo. Fue un desliz. No lo busquen. No lo busquen. No lo busquen. Gimena Accardi pide, les pide, a los sabuesos que olfatean en los chats y las capturas, a los agentes de la pesquisa íntima, algo cuyo único efecto no puede ser otro que ponerlos a buscar más que nunca.
Beso en la playa.
La atracción de los medios -si ustedes quieren, de esta misma columna- se enciende con la curiosidad mórbida de las masas que somos, y saciar ese apetito es una industria constituida. Hay compradores para la mercancía del cotilleo, y hay gerenciadores que le han dedicado una carrera completa a este mercado. Hoy Ángel de Brito preside con LAM esta comarca del corrillo y las revelaciones, como antes la presidió Jorge Rial con Intrusos y, antes de antes, Lucho Avilés con Indiscreciones. Y si De Brito ha consolidado su pantalla es porque existe un padrón entero que se la pide. Le creció al lado una lugarteniente impiadosa para la exhumación de fotogalerías secretas. Yanina Latorre parece más un éxito de De Brito que de Yanina Latorre.
Los ingleses tienen un nombre para esta clase de fascinación morbosa que nos deja con una mano en la boca y los ojos como platos: rubbernecking. Vendría a ser eso que te hace girar el cuello como si fuera de goma. Eso que se queda de golpe con tu aparato sensorial. No es del lenguaje, el cuello de goma. No es de la crítica ni del intelecto. Es del sistema nervioso, del reflejo y de la tripa. No elegís mirar: mirás.
Criaturas fantásticas
El famoso es una criatura que asume un tipo de representación, alguien capaz de recibir -y desear- la proyección de las mayorías. El famoso es estrella porque se recorta sobre el plano anónimo de la noche que formamos el resto de los nadies. Y de algún modo nos condensa, o condensa algo de lo que querríamos ser y ya no seremos.
Advierto cuatro categorías del reconocimiento público. El conocido: lo tenés de algún lado, pero tanto puede ser de un viejo Gran Hermano como del recreo de tu escuela. El famoso: lo ves, sabés quién es, no necesariamente lo admirás, o quizá un poco, y puede abandonar el distrito de la fama en cualquier momento, es decir, un día de estos el olvido lo reclama. La celebridad: ha sobrevivido a la fugacidad de la fama súbita y ha conseguido un tipo de instalación más o menos perdurable, algo que tal vez se parezca al respeto. La diva: pierde el apellido, o mejor, ha conseguido que dejemos de necesitarlo. Se llama Mirtha, Susana. Se llama Moria.
Gime Accardi, el día después de admitir su infidelidad a Nico Vázquez. Foto: Captura TV
Entonces: corroborar la herida del famoso es corroborar al famoso como sujeto perfectamente alcanzable, vecino, par. Esa acción de constatar cercanía con la criatura que hasta hace unos minutos habitaba una galaxia inaccesible es altamente atractiva y resulta fácil entregarse a ella.
Hay algo más: el caso Accardi Vázquez tiene espesura propia, un color propio. Llevaban 18 años probando que el idilio existe. Han sido, en este largo tiempo, un amor de la jactancia. No por arrogante, sino por exitoso. Fueron 18 años de novias que le dicen a sus novios: ¿Por qué no me querés como Nico quiere a Gimena? De novios que le dicen a sus novias: mirá Gimena cómo lo banca a Nico 18 años después. De golpe, algo entorna la puerta de esta casa y todos esos novios y novias y todos los públicos que somos nos acercamos para ver hasta dónde podemos entrar. Y asistimos al revelado de una historia. Por eso hay 14 micrófonos en la boca del actor. Por eso un redoblante de comentarios estalla después que habla la actriz. Siempre que un Titanic vuelva a hundirse vamos estirar el cogote para mirar. Rubbernecking. Cuello de goma. Acá estamos otra vez. Frente al espectáculo del deseo en pugna con la fragilidad de la confianza y, finalmente, frente al show de la caída. Todo servido en bandeja mediática y amplificado en el sonar de las redes y el stream. Y ahí nosotros, tan nosotros, dejándonos envolver por la manta del goce que, como sabemos es hermano de la angustia, porque el goce no deja nada, sólo deja la borra de sí mismo, y cuando termina o bien sobreviene la abstinencia o bien compramos más goce.
Quizá, como fisgones, seamos un poco penosos. Pero a quién le importa, si a nosotros nadie nos conoce.