Argentina atraviesa una larga crisis estructural que combina estancamiento económico, presión externa y colapso funcional del modelo de desarrollo. La falta de diversificación productiva y la baja inversión en innovación ha limitado la capacidad de generar valor agregado. La restricción externa -escasez de dólares- se vuelve recurrente, acortando los ciclos de crecimiento.
Sin embargo, la agonía no es solo económica, sino también institucional: el Estado no logra articular políticas sostenibles ni consensos duraderos que definan el rumbo.
En este escenario de crisis, la educación, lejos de ser la palanca de movilidad social, reproduce desigualdades. Altos niveles de deserción y bajos indicadores de aprendizaje limitan la capacidad productiva y dificultan la facultad de adaptarnos a las nuevas tecnologías.
En Argentina 1 de cada 2 niños de 3er grado no entiende lo que lee (ApE, 2024), apenas 2 de cada 10 estudiantes del último año de secundaria alcanza el nivel satisfactorio de matemáticas (Aprender, 2025) y más del 40% de los inscriptos en primer año de la universidad nacional abandona antes de completar el segundo cuatrimestre (SPU, 2023).
En el imaginario colectivo la solución a las crisis institucionales suele reducirse a una fórmula simple: más presupuesto. Desde la teoría institucional, hay quienes sostienen que “el manejo de crisis requiere liderazgo adaptativo, claridad en la narrativa institucional y capacidad de aprendizaje colectivo” (Boin et al., 2005) , más que una simple inyección de fondos.
Desde una perspectiva sociológica, la demanda constante de más recursos estatales puede ocultar una forma de dependencia simbólica. Zygmunt Bauman advertía que “la modernidad líquida ha debilitado los vínculos comunitarios, dejando al Estado como único referente de seguridad”. En este marco, el pedido de más dinero no siempre responde a una estrategia transformadora, sino a una búsqueda de contención frente a la incertidumbre.
Las universidades públicas se caracterizan por poseer: a) estructuras burocráticas complejas que ralentizan la implementación de cambios; b) culturas conservadoras consolidadas que resisten la intervención externa o la innovación disruptiva; y c) normativas y regulaciones extensas que condiciona fuertemente la gestión institucional. Como señala Suasnábar (2001), “las transformaciones… vienen marcadas por una profunda acción estatal…, pero también por resistencias internas que responden a lógicas históricas de funcionamiento.”
Reconocemos que la autonomía universitaria, conquistada desde la Reforma de 1918, es un valor central inclaudicable. Sin embargo, cuando es ejercida de manera inflexible puede convertirse en una barrera para la adaptación si se la interpreta como inmunidad frente al cambio. Tomemos en cuenta que las universidades tienden a proteger sus formas de gobierno, sus estructuras curriculares y sus modos de evaluación, incluso cuando el entorno exige respuestas más ágiles.
La actual crisis financiera que atraviesa la Universidad Nacional ha vuelto a instalar una demanda legítima pero incompleta: “más presupuesto”. Sin embargo, como hemos dicho, no toda crisis institucional se resuelve con más recursos. Sí es cierto que más fondos pueden acelerar los procesos de transformación sólo si los objetivos están claramente definidos y acompañados por una gestión institucional eficiente, transparente y basada en evidencia. ¿Es nuestro caso?
Es innegable que la universidad pública -alberga 8 de cada 10 estudiantes del sistema- evidencia cierto agotamiento en su modelo de generación de capital humano. Por un lado, muestra una baja productividad. Menos de 3 de cada 10 ingresantes se convierten en graduados. A su vez, presenta un discutible perfil de egresado qué responda a una economía hambrienta por recursos STEM: gradúa un psicólogo cada dos horas y necesita dos días para “egresar” a un matemático. Por otro lado, el Estado se presenta errático en su iniciativa de transformación, estimulando la confrontación por sobre el diálogo reflexivo.
Existen en el país más de 1.600 institutos de formación técnica y profesional, muchos de ellos con fuerte arraigo territorial, capacidad de respuesta rápida y vínculos estrechos con sectores productivos locales.
Sin embargo, el sistema superior sigue fragmentado, con escasa articulación entre el sector universitario y el terciario, lo que limita su potencial transformador. Y muchas veces dicha fragmentación se reproduce bajo una lógica de jerarquización implícita: lo universitario como “superior” y lo terciario como “subsidiario”. Esta mirada no solo es absurda, sino ineficiente.
Debemos pasar de una lógica de competencia a una de colaboración estructural, donde cada sector del sistema superior aporte su especificidad, compartiendo objetivos comunes.
Se liberaría así a la universidad de una demanda de baja eficiencia -40% de los estudiantes transcurre el año sin haber aprobado ninguna materia-, la que encontraría respuesta en el nivel terciario -sector que duplica en productividad al universitario-, pudiendo así reasignarse una mayor cantidad de fondos para recomponer salarios y dedicar más recursos a la investigación.
El momento actual de legítimo reclamo requiere ante todo repensar el contrato social, el modelo educativo y la matriz productiva del país. A su vez, contar con líderes audaces e imaginativos dispuestos a transformar el modelo superior de educación. Si así no ocurriese, seguiremos anclados al pasado de una universidad vibrante y una nación gloriosa que hoy es solo parte de nuestra historia e imaginación.
Marcelo Rabossi es Doctor en Educación. Profesor del Área de Educación de la Escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT)
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